La parte del fuego es una monumental meditación acerca de la creación literaria. No sólo es una colección de impresionantes lecturas de la obra de poetas (Mallármé, Hölderlin, Baudelaire, Rimbaud, René Char, los surrealistas), de narradores (Kafka, Sartre, Gide, Leiris, Constant, Miller, Malraux, Hemingway, Lautréamont) y de pensadores o filósofos (Nietzsche, Pascal, Valèry, Paulhan), sino también el renovado intento de Maurice Blanchot por responder a una pregunta cuya respuesta se escabulle en el misterio de su propio modo de ser: ¿qué es la literatura? A esta pregunta La parte del fuego, en su ensayo final («La literatura y el derecho a la muerte»), responderá con enorme gravedad: la literatura es lenguaje, el lenguaje que «lleva consigo la muerte y permanece en ella». Eso es lo mismo que también dice su título: la literatura es la «parte del fuego».
¿La parte del fuego? El sentido de esta expresión francesa no es fácilmente accesible a su lector español: «faire la part de feu» significa el acto por el cual se acepta perder una parte para preservar el resto, como sucede cuando, en un incendio, ante la imposibilidad de sofocar de inmediato las llamas, se orienta el fuego en una dirección ?lugar donde todo quedará consumido (la parte del fuego)?, con el objeto de que lo demás permanezca intacto y a salvo.
Según la analogía de La parte del fuego, para todo lo que existe, ningún otro acontecimiento es comparable al momento en que fue susceptible de ser nombrado. El lenguaje extiende entonces su soberanía sobre eso nombrado a la manera de un incendio capaz de arrasarlo todo: todo desaparece en el habla que lo nombra, todo se apresura a hundirse en una ausencia irreparable. La literatura, que es lenguaje, prolonga ese mismo movimiento de un modo sorprendente: sus palabras, como todas, hacen la ausencia, pero ellas mismas prolongan más lejos aún su movimiento y quieren hacerse ausentes, ser esta misma ausencia. Y tal vez llegan a serlo en la obra de todos aquellos que han llevado esta labor hasta su extremo, pero con el resultado (decepcionante, pero ahí estará el misterio de su gloria) de que, en lugar de la ausencia total, una y otra vez y de múltiples maneras, sólo tienen la presencia de esa misma ausencia así creada. Es decir, la «parte del fuego» (la literatura), que es lo que desaparece, a su vez, en cuanto que apunta a lo que desaparece, es lo que no puede desparecer o, y es lo mismo, algo imposible que no puede dejar de aparecer.
LA PARTE DEL FUEGO
AUTOR/A
BLANCHOT, MAURICE
Maurice Blanchot, novelista y crítico, nació en 1907. Su vida está enteramente consagrada a la literatura y al silencio que le es propio. Estas dos escuetas frases han acompañado durante años las ediciones francesas de algunos de los libros de Blanchot. Se podría añadir ahora la fecha de su muerte: febrero de 2003. Nacido en Quain, una grave enfermedad sufrida al final de la adolescencia le dejará secuelas para el resto de sus días y acaso marcará su carácter frugal y retirado. En la Universidad de Estrasburgo leerá a Husserl y a Heidegger en compañía de Emmanuel Levinas, a quien desde entonces le unirá una íntima amistad. Vinculado durante su juventud a publicaciones ultranacionalistas de derechas, donde verán la luz algunos de sus primeros artículos, conoce en 1940 a Georges Bataille, con quien compartirá «el reconocimiento de una común extrañeza» y cuya influencia será decisiva para el decurso futuro de su obra y su orientación política radical de izquierdas. Al tiempo de la publicación de sus primeros relatos y novelas (Thomas el Oscuro, Aminadab), a finales de los años cuarenta, Blanchot inicia una intensa actividad como crítico literario, textos que irá reuniendo en sucesivos volúmenes: Falsos pasos (1943), La parte del fuego (1949), Lautréamont y Sade (1949), El espacio literario (1955), El libro por venir (1959; Trotta, 2005), El diálogo inconcluso (1969) y La amistad (1973). Se trata de una escritura en la que Blanchot cuestiona permanentemente la posibilidad de la literatura, del escritor y de la obra, en una reflexión atravesada por las nociones de lo neutro, la soledad y la «desobra». A ésta consagrará uno de sus últimos escritos, La comunidad inconfesable (1983), en el que se muestra la convergencia de su pensamiento literario y político. <BR><BR>Editorial Trotta