Aceptar el fracaso / Mårten Björk

Mario Tronti, fallecido a principios del mes de agosto a la edad de 92 años, era conocido sobre todo como autor de Operai e capitale (1966). El libro, constituido por materiales procedentes en su mayor parte de ensayos escritos en la primera mitad de la década de 1960, fue su obra magna y el texto más influyente del operaismo, la corriente teórica surgida entonces en Italia en medio de una tremenda ola de militancia obrera y ocupaciones de fábricas. El operaismo, obrerismo en su traducción aproximada, colocaba en el centro de su análisis un renovado interés por la lucha y la conciencia de la clase obrera. Al poner en primer plano la primacía del trabajo en la acumulación capitalista, los operaistas sostenían que la atención primordial del marxismo no debía versar sobre las leyes abstractas del capital, sino por el contrario sobre los propios trabajadores y trabajadoras sin los cuales el capitalismo no puede funcionar y cuya actividad «hace avanzar la producción capitalista desde dentro». En la audaz visión del operaismo, los trabajadores y trabajadoras actúan y el capital se adapta. «También nosotros hemos visto, primero, el desarrollo capitalista, después las luchas obreras», escribió Tronti en «Lenin en Inglaterra», el editorial que abría el primer número de Classe operaia, la revista que cofundó en 1963. «Es preciso invertir el problema, cambiar el signo, recomenzar desde el principio: y el principio es la lucha de clases obrera».

Nacido en el seno de una familia obrera de Roma, Tronti estudió filosofía con Della Volpe en la Sapienza durante la década de 1950, momento en el que se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI). Tras la invasión de Hungría por la URSS en 1956 e inspirado por el ataque de Della Volpe al positivismo, Tronti comienza a cuestionar el marxismo ortodoxo, que había absorbido en el seno del partido, y a criticar el materialismo dialéctico como una forma de metafísica ingenua. En su opinión, el marxismo clásico era a la vez demasiado historicista y evolucionista y demasiado orientado hacia un futuro lejano. Lo que se necesitaba no era una teoría de la historia, sino una «ciencia» de las realidades actuales. «El marxismo –escribiría en       Obreros y capital– tiene que comprometerse con Marx no en su tiempo, sino en el nuestro».


A principios de la década de 1960 Tronti se une a un grupo de sociólogos que, profundamente influidos por Max Weber y dirigidos por el socialista Raniero Panzieri, fundan los Quaderni Rossi (1961-1966). La primera de las diversas y vigorosas publicaciones operaistas, todas ellas de corta vida, la revista se dedicó al estudio del capitalismo italiano de posguerra con la intención galvanizar a los trabajadores rebeldes del norte industrial del país. Observando la estrecha imbricación existente entre capitalismo y progreso industrial –«los dos términos, capitalismo y desarrollo, son la misma cosa», dicho en palabras de Panzieri–, el objetivo de sus investigaciones era estudiar los esfuerzos de los trabajadores por hacerse autónomos de ese desarrollo e incluso por llegar a detenerlo. Esta crítica del productivismo se convirtió en la premisa de Classe operaia (1963-1967), que Tronti lanzó junto con el historiador Alberto Asor Rosa y los filósofos Massimo Cacciari y Antonio Negri.

Efectuando su trabajo político-intelectual en torno a las enormes unidades productivas de la Fiat existentes en el norte de Italia, que constituían la piedra angular de la economía italiana de la época, el grupo de los Quaderni Rossi sostenía que la fábrica, la sociedad y el Estado se hallaban estrechamente interconectados; el sector industrial era fundamentalmente una herramienta política desplegada para controlar el trabajo y estandarizar la sociedad. Como resultado del creciente dominio de la producción industrial, la sociedad se estaba convirtiendo en lo que Tronti denominó «una articulación de la producción»: «toda la sociedad vive en función de la fábrica y la fábrica extiende su dominio exclusivo sobre toda la sociedad». Sin embargo, el alcance tentacular de la fábrica y la importancia de los trabajadores industriales también otorgaban a la lucha en el puesto de trabajo un significado social más amplio y un potencial político inmediato. Así pues, los conflictos que se estaban produciendo en las fábricas no se referían tan solo a las necesidades de los trabajadores y a los imperativos de las empresas, sino que se remitían a las relaciones existentes entre los trabajadores y el propio Estado. En esta coyuntura crucial del capitalismo italiano, sostenía Tronti, los trabajadores de los subsectores industriales clave tenían el poder estratégico de remodelar el Estado. El operaismo, una «visión de la parte para ver el todo», insistía en que el rechazo del trabajo productivo a través del absentismo, las huelgas y el resto de formas de conflictividad industrial características de la época constituía una amenaza para el sistema como tal.

Ante todo, el operaismo planteaba una profunda crítica del trabajo, que cuestionaba el lugar del mismo en nuestras vidas. En un mundo en el que la cadena de montaje parecía presagiar la estandarización de la sociedad, «el único programa mínimo plausible en la actualidad para la clase obrera desafía por primera vez el conjunto de la actividad productiva que ha existido hasta ahora. Este desafío abolirá el trabajo. Y al hacerlo, abolirá la dominación de clase». Esta era el fundamento de la advertencia lanzada por Obreros y capital al socialismo, además de al capitalismo: ambos eran sistemas que consideraban «la sociedad como un medio y la producción como un fin». En «todas las convulsiones del pasado –señaló Tronti– el tipo de actividad productiva se mantuvo intacto. Siempre se ha tratado exclusivamente de la distribución de la actividad productiva, redistribuyendo el trabajo entre nuevos grupos de personas». Abolir el trabajo no significaba erradicar la actividad productiva tout court, pero implicaba la difícil, quizá imposible, tarea de desmantelar una economía en la que el fin de la producción era la producción misma. Sólo entonces se sentarían los fundamentos base para construir un mundo con muchos fines.

El llamamiento a la «lucha de la clase obrera contra el trabajo» se convirtió en un eslogan, algunos dirían un cliché, abrazado por las nuevas generaciones, que soñaban con una vida libre de trabajos penosos y que a menudo entraron en conflicto con el PCI. Pero aunque fue entre los emergentes movimientos sociales donde Obreros y capital encontró a sus lectores más devotos, Tronti no pretendió crear una «nueva izquierda», ni apoyó ninguno de los innumerables grupúsculos que operaban al margen del PCI. Era crítico con la vía «nacional-popular» preconizada por este y con las instituciones del movimiento obrero clásico (el capitalismo, observaba, «ya no gestiona su propia ideología, sino que hace que el movimiento obrero la gestione en su lugar»), pero seguía creyendo en la necesidad de un gobierno de izquierda que gobernase en interés de los trabajadores y abogaba por una política de masas anclada en el parlamento. Inspirándose en Maquiavelo, Tronti insistió posteriormente en que «la clase seguía siendo el Príncipe, la primacía seguía siendo la lucha, pero para intentar abocarla a la victoria, se necesitaba el instrumento del partido».

En la década de 1990 Tronti se convirtió en senador por el Partito Democratico, sucesor del Partito Democratico della Sinistra, que había surgido de la disolución del PCI en 1991. Su ascenso a la cúspide del aparato político fue uno de los emblemas de lo que el movimiento obrero había logrado durante el auge económico de posguerra. Para entonces, sin embargo, la desregulación y la globalización habían socavado la utilización del poder legislativo como herramienta útil para implementar reformas progresistas y muchos viejos compañeros criticaron a Tronti por no apreciar que el parlamento era un escenario ineficaz para provocar el cambio social. En otra revista operaista, Contropiano (1968-1971), Tronti había escrito que existe «el desarrollo económico capitalista por un lado y el poder político de los trabajadores por otro: dos fuerzas […] en una larga guerra de la que no podemos ver ni el final ni quién será el vencedor». En última instancia, parecía aceptar que el desarrollo capitalista había triunfado. En una entrevista posterior estuvo a punto de aceptar el fracaso: «Soy un derrotado, no un vencedor. Las victorias nunca son definitivas. Pero hemos perdido no una batalla, sino la guerra del siglo XX».

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A pesar de su fama duradera, Obreros y capital se ha interpretado a menudo como perteneciente a una fase específica, la operaista precisamente, de la obra de Tronti. Su temprano interés por la subjetividad de la clase obrera y su optimismo sobre la militancia de los trabajadores industriales de la década de 1960 se contraponen en ocasiones a su interés posterior por lo que él denominó «la autonomía de lo político»: la necesidad de consolidar las luchas en las fábricas a través del poder del Estado, aprobando leyes que defiendan los intereses de los trabajadores frente a los imperativos del mercado, instituyendo la autogestión de estos, garantizando la reducción de la jornada laboral y obteniendo el aumento de los salarios. Sin embargo, como nos recuerdan estudiosos de la obra de Tronti como Franco Milanesi y Gigi Roggero, este planteamiento pasa por alto la unidad esencial de su obra. Como el propio Tronti insistiría más tarde, fue el operaismo el que «descubrió la autonomía de lo político». Mientras tanto, el realismo político, incluso el pesimismo, que se hizo explícito hacia el final de su trayectoria, estaba firmemente arraigado en sus primeros escritos. Una miembro de Classe operaia, Rita di Leo, recordaba que Tronti le había dicho en 1966: «Nos queda explicar, a ti por qué el capitalismo sigue ganando y a mí por qué el socialismo todavía no puede hacerlo». En el prefacio escrito en 2001 para la edición en castellano de Obreros y capital Tronti insistió en lo siguiente: «A pesar de todo, a pesar del tránsito a través de la cultura de la crisis, del nihilismo europeo, de las vanguardias artísticas del siglo XX, había todavía demasiado historicismo, demasiado progresismo, demasiada fe en la victoria final del bien sobre el mal» en lo que él llamaba enigmáticamente el dominio de la historia.

Pero aunque su pesimismo estuviera latente desde el principio, la tensión utópica del pensamiento de Tronti perduró, incluso cuando parecía reconocer la derrota sin paliativos. Tronti postulaba la «elección entre historia y política: dos horizontes legítimos, pero que representan cada uno a una clase diferente». La historia capitalista no es más que el desarrollo del mercado global; la política, en cambio, es el intento de detener su curso en función de las necesidades y deseos de los explotados y explotadas. Tronti insistió en que «la política se opone a la historia» y nunca dejó de esperar una organización que pudiera someter «el ritmo de la máquina». Estar de espaldas al futuro, como había imaginado Walter Benjamin, enfrentándose a lo que Tronti denominaba el «cuerpo de la historia» era para él «el alma de la política». La historia no tiene alma, ya que las almas –las vidas interiores– pertenecen a los individuos y en un mundo de expectativas frustradas y alienación adormecedora, nuestras vidas interiores se convierten en políticas precisamente porque estamos atrapados en una historia que no promete ninguna salida.

Esta línea de pensamiento antihistoricista había allanado el camino para los estudios de antropología y teología, que Tronti acometería a partir de la década de 1980. Su giro hacia la teología puede parecer sorprendente, dado su reproche a lo que él consideraba fantasías escatológicas y expectativas milenaristas de la década de 1960, aunque no fue el único entre los operaistas, que encontró inspiración en este ámbito. Negri alabó a Juan Pablo II y ha vuelto a menudo en su obra al Concilio Vaticano II y a Francisco de Asís, mientras que Sergio Bologna escribió una disertación, recientemente reeditada, sobre el antifascismo del teólogo Dietrich Bonhoeffer, fundador del movimiento protestante disidente Die Bekennende Kirche en la Alemania de la década de 1930. En un debate celebrado en 1980, Angelo Bolaffi señaló que la debilidad de la izquierda consistía en que había producido una «teología de la revolución» a lo cual Tronti respondió sin vacilar: «Precisamente porque en Occidente ha fracasado la revolución, ésta se ha convertido en teología». Para Tronti, la teología era un intento de repensar la posibilidad de la política en un periodo que no ofrecía salvación, así como un modo de encontrar sentido en medio de la explotación, el sufrimiento y los intentos aparentemente quijotescos de resistirse a ellos.

En Bailamme, la revista de espiritualidad y política que Tronti lanzó en 1987, aclaró el espíritu de su política antihistoricista citando al teólogo Sergio Quinzio: «El sentido de toda esta aventura histórica está en su progreso hacia la destrucción para que pueda establecerse el reino de Dios». Este reino, que en el Evangelio de Lucas se dice que está «dentro de vosotros», era para Tronti una forma específica de ver y comprometerse con el mundo. A estas alturas, su perspectiva también se había ampliado más allá del capitalismo industrial para abarcar la longue durée de la opresión de clase, interesándose cada vez más por la categoría de los pobres. La memoria también adquirió importancia para él: como un «arma», como un medio «para combatir el presente», que nos vincula no a la historia en sí misma, al modo en que las cosas resultaron ser, sino a los intentos precedentes de alterar su curso, inspirándonos para cambiar el presente, aunque todavía no podamos discernir un futuro mejor.

Simone Weil comentó en una ocasión que la noción marxiana de lucha de masas concebida como un «mecanismo productor de paraísos» es «obviamente infantil». En 2019 Tronti reflexionó que si los operaisti habían estado inicialmente «fuera y contra» el movimiento obrero tradicional y luego «dentro y contra él», ahora era el momento de adoptar una postura que estuviera «más allá y contra», era el momento de trascender los conflictos entre el capitalismo occidental y el socialismo oriental, algo que el PCI siempre se negó a hacer. Tronti escribió que «la clase obrera era demasiado producto y parte de la industria, demasiado causa y negación de la modernidad, demasiado tesis y antítesis de una dialéctica histórica» como para resistirse al desarrollo capitalista. El movimiento obrero nunca había intentado alterar «el tipo de actividad productiva» que, en opinión de Tronti, había convertido al socialismo del siglo XX en una copia terrible del capitalismo. En un ensayo recogido en Con le spalle al futuro (1992) llegó a sugerir que: «Quizá la clase obrera no podía de todas maneras ser clase de gobierno. Y, por lo tanto, quizá el límite insuperable del experimento del socialismo no esté en lo retrasado de las condiciones, en el aislamiento del proyecto, en la realidad de la guerra, interna y externa, y tanto menos en la iniquidad o mediocridad de los hombres». El problema podría ser que es imposible gobernar la historia.

Sin embargo, si, como también sugería Weil, «la idea de debilidad como tal puede ser una fuerza», visible en la necesidad de las masas y de las minorías de luchar por su dignidad, quizá sea posible contemplar la victoria y el fracaso de un modo diferente al hilo de lo que sugiere el conjunto de la obra de Tronti. Tronti fue un pensador especulativo y, en cierto sentido, incluso místico, que sostenía que en un mundo en el que el capitalismo nunca parece ir más allá de sí mismo, podría encontrarse, no obstante, una vía de salida. Los conflictos entre «el cuerpo de la historia» y «el alma de la política» –sobre el sentido de nuestras vidas y de los sistemas de producción y reproducción, que dan forma a nuestra existencia– tal vez no prometan la salvación, pero pueden, en opinión de Tronti, producir un pueblo al que no le importe la victoria en este reino de la historia en el que sólo cuentan los ricos y los poderosos. Los restos de las utopías perdidas aún pueden enfrentarse a las fuerzas que reducen el fin de la actividad productiva a la producción misma. Aceptar el fracaso, entonces, no es rendirse, sino rechazar la idea nihilista de que la buena vida es una vida victoriosa en vez de una que comienza a remodelar nuestra idea de felicidad en el aquí y el ahora.

LIBROS

Imagen de cubierta: LA POLÍTICA CONTRA LA HISTORIA
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Imagen de cubierta: OBREROS Y CAPITAL
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