Tras la primera parte de la entrevista que le realiza Carolina Meloni a la arqueóloga y prehistoriadora Almudena Hernando, esta segunda entrega se centra en algunas de las tesis principales que vertebran su nuevo libro, La corriente de la historia (y la contradicción de lo que somos) (Traficantes de sueños, 2022). Un libro que profundiza y amplía las líneas de investigación que ya abriera Hernando hace 20 años con Arqueología de la identidad (2002) acerca de las formas de individuación y cómo éstas han contribuido a la creación y consolidación del patriarcado.
— Un elemento nuevo que aparece en tu último libro, tiene que ver con aquello que denominas “la corriente de la historia”. Asistimos a una mutación epistémica, ontológica, tecnológica, social y espacio-temporal que denominas “Poshistoria”. ¿Podrías describirnos en qué consiste dicha mutación?
Hasta ahora conocíamos dos etapas en la transformación histórica definidas por dos modos de representación distinta de la realidad, la Prehistoria y la Historia. La primera estuvo protagonizada por sociedades sin escritura, por población oral, comenzando la segunda con la aparición de la escritura alfabética. En general, la mayor parte de los/as prehistoriadores/as no han tenido en cuenta esta diferencia trascendental entre ambos periodos, dedicándose a interpretar las evidencias arqueológicas prehistóricas mediante la proyección de la lógica y la ontología del presente, es decir, las de una sociedad con escritura. Y, sin embargo, en mi opinión, esto constituye un terrible error.
He dedicado parte de mi investigación a realizar trabajo de campo con sociedades orales (en el Amazonas brasileño, Guatemala o Etiopía) ante la contundente revelación, en una colaboración con una ONG en Guatemala hace muchos años, de que la gente sin escritura construía de otro modo tanto lo que entendía por realidad como lo que entendía por ser persona en esa realidad. Así llegué a la conclusión de que el modo de representación de la realidad determina el tipo de realidad en el que creemos vivir y la idea de lo que tenemos sobre qué es ser persona. Mientras no hay escritura, el mundo solo tiene las dimensiones de lo que se puede recorrer porque no hay mapas, y la persona solo se considera constituida por un cuerpo, sin que exista la conciencia de la mente. Esta solo aparece como resultado de la escritura alfabética, ya que a través de ella representamos lo que pensamos, lo que lleva a concebir la existencia del pensamiento y de su locus, la mente. En consecuencia, en la Historia la persona se considera integrada por una interioridad psicológica transformable, a la que hemos llamado mente, alma o yo, contenida en un cuerpo no transformable. Es decir, por un sexo fijo y por un género que se puede transformar. Cuando en la Prehistoria se siente malestar, este se atribuye al propio cuerpo o a espíritus malignos. Cuando se siente en la Historia, se atribuye al contenido de la mente, alma o yo.
Pues bien, lo que sostengo en el libro es que, a partir de la expansión de internet, concretamente a partir del “reseteo” que todas las personas del mundo occidental hemos hecho a raíz de la pandemia, que nos obligó a aceptar un modo de relación con el mundo mediatizado por internet y la red, ha vuelto a cambiar la ontología y la construcción de la realidad, y es a esta nueva fase a la que llamo Poshistoria. La Poshistoria sería una tercera etapa en la transformación del proceso histórico definida por la relación con el mundo a través de las representaciones virtuales y digitales de internet, que estaría dando lugar a otra ontología y a otra concepción del mundo en el que vivimos.
— A nivel subjetivo, ¿qué modificaciones saldrán de esta nueva fase histórica que estamos viviendo?
Todavía no podemos imaginar la inmensidad de los cambios que acontecerán. Pero sí podemos decir que, a través de internet, la persona ha comenzado a representar de otra manera el mundo, a construirlo y a construirse a sí misma a través de imágenes virtuales. La persona se exhibe permanentemente a través de las imágenes que publica de sí misma, convirtiendo lo más privado en absolutamente público, y dando origen a lo que Paula Sibilia denominó ya en 2010 “extimidad”, por contraste a la “intimidad”, en la que solo se comparte muy privadamente lo muy privado. Al pasar ahora la comunicación por aplicaciones y máquinas interpuestas sin tener a la otra persona delante para comprobar el efecto emocional que produce lo que decimos, está aumentando la agresividad y están descendiendo los niveles de empatía de las jóvenes generaciones.
Por otro lado, al ir desapareciendo la conversación cara a cara para comunicarnos y, por tanto, la intimidad, está descendiendo también la capacidad de introspección y, por tanto, de conocimiento de las emociones y los malestares internos. El interior se va percibiendo como un vacío del que se huye a través de la conexión permanente a las redes sociales, lo que no hace sino incrementar la dificultad de estar en soledad, condición fundamental para entrar en contacto con las propias emociones, confusiones o dudas, y poder ponerles nombre y solución. De esta forma, cada vez va siendo más difícil localizar el malestar en un interior que se está dejando de saber descifrar.
El resultado es que el sufrimiento emocional está aumentando porque en la Poshistoria la exigencia es cada vez más individualizadora, más orientada a definir “la marca personal”, dificultando la construcción de identidad relacional. Y al tiempo, la persona va dejando de localizar su malestar en una interioridad transformable que está dejando de percibir, y pasa a localizarlo en su apariencia, en su cuerpo, que debe transformarse para adecuarse a un interior que percibe como inamovible (el “sexo sentido”) o que adquiere (la apariencia del cuerpo) infinitas variaciones de expresión para reflejar un interior alejado ya del binarismo que había venido sosteniendo el sistema.
Este cambio de ontología, propiciado por el uso de internet y la Red, ha facilitado la explosión de identidades trans y no binarias, que tienen una historia de lucha y resistencia muy antigua, pero que siempre habían quedado marginadas en el sistema. Sin embargo, el cambio ontológico al que aboca el uso de internet ha generado una convergencia con los parámetros en los que se movía esa lucha, permitiendo que abandone la marginalidad para convertirse en la nueva ontología propia de la Poshistoria.
En el libro sostengo que se trata de una ontología tan distinta de la que ha caracterizado a la Historia como esta lo fue de la de la Prehistoria, y que existe una relación de intraducibilidad necesaria entre ambas. Desde una ontología podemos intentar entender la otra, pero siempre lo haremos desde las categorías en las que nos hemos socializado, lo que impide acceder a la diferencia esencial y radical que define a cada una de ellas cuando se piensa desde la otra. Creo que esto debe tenerse en cuenta para explicar la división y crispación entre distintas maneras de entender el feminismo hoy día.
Ahora bien: al igual que en el caso de las mujeres, la incorporación a la corriente de la historia de las nuevas formas de “sujeto” trans, fluido o no binario sucede a través de su contribución individualizadora al sistema, necesaria para seguir ampliando el grado de división de funciones y especialización del trabajo (la corriente de la historia). Por eso, creo que puede volver a reproducirse aquí, de forma intensificada, la misma contradicción en la que puede incurrir el feminismo que solo lucha por los derechos de las mujeres sin tener en cuenta que la condición para acabar con el patriarcado es transformar su régimen de verdad, sacando a la luz lo que le ha definido históricamente: la ocultación de la imprescindibilidad de lo relacional. Como en ese caso, creo que, siendo incuestionable la necesidad de luchar por la igualdad de derechos y privilegios de las identidades LGTBIQ y fluidas/no binarias, el orden patriarcal seguirá fortaleciéndose si solo se pone el énfasis en esa reclamación y no en transformar el régimen de verdad que lo sostiene. Debe tenerse en cuenta que “la corriente de la historia” consiste en el aumento imparable, y cada vez más acelerado, de complejidad socioeconómica, es decir, de la individualidad de las personas que integran la sociedad. Cuando ya todos los hombres ocupaban posiciones especializadas, la propia lógica histórica resultó coherente con la incorporación de las mujeres, que venían a aumentar el caudal individualizador del conjunto social (y por tanto, la complejidad socioeconómica), y cuando ya los hombres y mujeres privilegiados del mundo occidental estamos individualizados, la misma lógica resulta coherente con la incorporación de nuevas formas individualizadas de identidad, que permiten continuar y reforzar el proceso. Es decir, cada una de esas incorporaciones contribuirá al reforzamiento del orden patriarcal (a costa de las contradicciones personales de los nuevos sujetos) si sólo se pone el foco en la reclamación de los derechos asociados a la individualidad y se pierde de vista la necesidad de luchar políticamente por sacar a la luz la trascendencia de los valores asociados a lo relacional. Mientras esto no salga a la luz, siempre habrá mujeres precarizadas y subordinadas ocupándose de las tareas a las que se asocian.
En ese sentido, me parece muy importante devolver a los conceptos de “feminidad” y “masculinidad” la carga política que tienen, reconociendo que constituyen las categorías fundantes del patriarcado, que asocia lo femenino con los valores relacionales y lo masculino con los de la individualidad. Despolitizarlos para considerarlos asépticamente “expresiones de género”, supone negar la estructura de poder en que se insertan en el orden social, entrando así en otra de las contradicciones que permiten reproducir el sistema.
— Uno de los puntos más interesantes de tu análisis tiene que ver con la cuestión espacio-temporal. Solemos abordar esta fase del tardocapitalismo desde un concepto aceleracionista del tiempo. Pero, ¿qué tipo de consecuencias espaciales tienen estos cambios para los individuos? ¿Cómo nos afectan a nivel tanto individual como colectivo los diversos desajustes espaciales que vivimos en este sistema de aceleración temporal?
Desde que escribí Arqueología de la Identidad hace 20 años, entendí claramente dos cosas: 1) que el tiempo y el espacio construyen a la persona tanto como la persona construye el tiempo y el espacio. Y 2) que la percepción/construcción de cada una de esas categorías es indisociable de la de la otra. Es decir, que a una cierta percepción del tiempo corresponde una del espacio, y que cualquier cambio observable en una de ellas denota un cambio en la otra también. Tiempo y espacio son parámetros de orden que utilizamos para organizar la realidad, como ya demostrara hace tiempo Norbert Elías. La diferencia es que el espacio utiliza referencias fijas y el tiempo utiliza referencias móviles, de movimiento recurrente, para poder ordenar y dar sentido a la experiencia.
Por otro lado, cuanta menor complejidad socioeconómica caracterice a una sociedad, más relacional será la identidad de todo el grupo, más resistencia opondrán a los cambios y más apegadas se sentirán las personas a su territorio de origen (porque será el único que conozcan). Así que cuanto más relacional sea la identidad, más visibilidad tendrá el espacio, entre otras cosas porque el tiempo ordenará solo actividades recurrentes (caza-recolección o agricultura) y será percibido como puro presente o de forma cíclica. Sin embargo, a medida que la división de funciones y la especialización del trabajo y la consecuente individualización aumente, los cambios serán cada vez más buscados, así que el tiempo pasará a tener cada vez más visibilidad porque ordenará actividades más variadas y será percibido como cambiante y lineal, paralelamente al hecho de que los intercambios comerciales y las interacciones con espacios lejanos hará que el espacio propio comience a relativizarse.
En general, se atribuye a la modernidad el comienzo de la “aceleración del tiempo”, pero esa aceleración ha sido un proceso continuo desde la prehistoria. Cuanto más variadas son las actividades de un grupo, más “deprisa” parece correr el tiempo. Esto explica que estemos viviendo un momento de máxima sensación de aceleración, porque los cambios se producen a cada vez más velocidad en nuestras vidas, pero suele olvidarse que esto se acompaña necesariamente de transformaciones paralelas en la percepción del espacio.
Cuando no había complejidad socioeconómica, no solo existía una fuerte conexión con el territorio de pertenencia, sino que la propia organización de los espacios habitados expresaba y construía la identidad relacional que caracterizaba al grupo. Los espacios de habitación de las sociedades cazadoras-recolectoras, por ejemplo, son siempre circulares, o en todo caso, no presentan ningún obstáculo que interrumpa la visión y la relación entre todos sus miembros. Sin embargo, a medida que aumentó la complejidad y por tanto el grado de individualidad de las personas, los espacios comenzaron a dividirse, a parcelarse, a asociarse a significados de género (las mujeres fueron relegadas a las partes más ocultas de la cabaña o de la casa, asociadas a la polución y a la transformación de sustancias), y a partir del siglo XVII, el mismo siglo de la individualización definitiva de la mayor parte de los hombres del mundo occidental, comenzó a distinguirse el espacio público del privado, en consonancia perfecta con la consolidación definitiva de la interioridad del “yo” en el sujeto social.
En este siglo XXI de tiempo acelerado, los espacios son construidos (y nos construyen identitariamente) de forma crecientemente parcelada y atomizada, bloqueando la posibilidad de construcción relacional. El espacio público es cada vez más agresivo en las ciudades, se construyen plazas llenas de cemento y desprovistas de árboles, con asientos individuales y no colectivos, que llevan a la gente (privilegiada, la que tiene un hogar) a buscar refugio en sus espacios privados, en los que ya no solo viven, sino que también trabajan telemáticamente con creciente frecuencia. Es decir, el diseño de los espacios contribuye a potenciar la individualización. El apego al espacio común, propio de la identidad relacional se va perdiendo cada vez más, entre otras cosas porque comenzamos a relacionarnos con él, como veíamos al hablar de la Poshistoria, a través de representaciones virtuales, como sucede ya con el GPS, y se irá elevando a cotas desconocidas cuando se vaya imponiendo el “metaverso”.
No es inocuo este modo de relación con el espacio. Nos construye como seres desapegados de la realidad material y de las personas que nos rodean. Diluye y aniquila la posibilidad de construir vínculos personales y con la naturaleza, y con ello se refuerza el capitalismo salvaje que da forma económica al actual orden patriarcal.
— Si el problema fundamental de este sistema injusto y hostil para tantas y tantos reside en esa fantasía de la individualidad que desprestigia lo relacional, afectivo y comunitario, ¿qué tipo de propuestas podemos hacer desde el feminismo para crear otros mundos posibles?
Como he venido insistiendo, en mi opinión el feminismo solo combatirá realmente el régimen de verdad patriarcal cuando, además de luchar por los derechos de las mujeres, traiga al discurso social, económico y político la imprescindibilidad de los cuidados, afectos, vínculos, dinámicas cooperativas y comunitarias para la supervivencia del grupo. No se trata de devolver a las mujeres a ese lugar, obviamente, sino de luchar porque el conjunto de la sociedad y las políticas públicas le den valor y reconocimiento, de forma que cualquier persona del grupo social se haga cargo de la responsabilidad que le compete para que la sociedad se sostenga y reproduzca sanamente, y que el Estado asuma costes encaminados a su garantía.
En la pandemia, ante una amenaza que nos sobrepasaba, se hizo evidente que los únicos trabajos esenciales eran los que sostenían a la sociedad. Quedó claramente de manifiesto que la individualidad es una fantasía, que sin el grupo no podemos hacer frente a la vida y a la supervivencia, que la interdependencia de los seres humanos entre sí y con la naturaleza es fundamental para sostener la vida. Lo experimentamos todas las personas sin excepción, salíamos a aplaudir a las ventanas para comprobar que no estábamos solos o solas, que formábamos parte de una comunidad de la que dependía nuestra salvación. Y, sin embargo, cuando pasó la amenaza, esa evidencia que nos llevaba a actuar cada día volvió a olvidarse, y desde entonces siguen aumentando los índices de desigualdad y de sufrimiento emocional en toda esa gente joven que se conecta cada vez más con máquinas y menos con personas. Creo que no basta luchar por los derechos de las mujeres o de las identidades no binarias para que acabe la dominación patriarcal, porque esta solo acabará cuando no haya un nivel idealizado (el de la individualidad) y otro oculto o negado (el de la identidad relacional).
— Si el sistema se ha plagado de contradicciones a la par que las mujeres se individualizaban, ¿bastaría con fomentar otros modos de identidad, menos competitivos, alienantes y más solidarios para equilibrar la corriente de la historia? ¿Cómo fomentar la identidad relacional frente a un sistema cada vez más individualizante, narcisista y egoísta como el que vivimos?
Esta es una pregunta muy difícil a la que intento contestar en el libro, aunque sin encontrar una respuesta que le dé plena satisfacción. Por supuesto que bastaría con fomentar esos otros modos de identidad menos competitivos y alienantes, pero ¿cómo hacerlo? Se trata de bajar el nivel de individualidad en el que nos socializamos, pero esta es una tarea hercúlea, porque implica renuncias narcisistas que a veces son muy complicadas de hacer.
Hay que tener en cuenta que la sociedad solo nos va a devolver reconocimiento por nuestros “logros” relacionados con la individualidad (por nuestro nivel de éxito productivo, sea intelectual, artístico, económico, etc., por el grado de poder o dinero logrado, por nuestra capacidad “emprendedora” para promocionar cambios…), lo que significa que para transformar la identidad hay que renunciar al reconocimiento social en gran medida. Y esto es más difícil de lo que parece, porque nuestra subjetividad está construida culturalmente, así que nos miramos a nosotros/as mismos/as a través de la mirada social. Esto quiere decir que, si bajamos el nivel de productividad o nos resistimos a los cambios, a la constante adecuación de la apariencia a los estándares sociales o al consumo indiscriminado, podemos sentirnos culpables, “vagos/as”, sin ambición, descuidados, marginales, desadaptados, y etc., etc., porque eso es lo que nos devuelve la mirada social y es difícil independizarse de ella.
Por otra parte, el acceso a puestos de trabajo con sueldos suficientes está regido por la lógica de la verdad patriarcal (yo lo veo muy claramente en la universidad), por lo que, aunque seamos conscientes de esta nueva contradicción, muchas veces no se imaginan soluciones de vida alternativas.
Además, no se trata de idealizar la identidad relacional, la construcción de vínculos y cuidados, como único mecanismo de seguridad ontológica, porque solo a través de la individualidad la persona toma conciencia de sus deseos, construye agencia personal y se hace dueña de su destino. El objetivo consistiría en bajar el nivel de individualización que nos caracteriza para poder dedicar tiempo, energía y valoración a la construcción de vínculos y a la relación emocional con el mundo en general. Creo que el Estado tendría mucho que hacer en este campo (reduciendo jornadas de trabajo, cambiando los criterios de selección de profesorado en las universidades, por ejemplo, etc.). Pero en todo caso, creo que la única posibilidad de conseguirlo pasa por recuperar la relación cara a cara con otras personas sin la intermediación de máquinas o apps, y por encontrar grupos que compartan el objetivo de vivir de otra manera y que le den otra definición al “éxito” y a lo que consiste en “vivir bien” o tener una “buena vida”. Se trata de poder encontrar ambientes cuyas personas mantengan cierto equilibrio entre su individualidad y su identidad relacional (las dinámicas de economía cooperativa, y muchas enseñanzas de América Latina van en esa dirección, por ejemplo). En este sentido, concluyo sumándome a lo declarado por Silvia Rivera Cusicanqui en Un mundo Ch’ixi es posible, cuando dice (p.72): “Considero que hay que formar colectivos múltiples de pensamiento y acción, corazonar y pensar en común, para poder enfrentar lo que se nos viene encima“.