¿Puede el paradigma de la cultura libre ser el marco de las políticas culturales? ¿Dónde radica su potencial democratizador? ¿Cómo se extiende más allá del uso de las licencias abiertas? ¿De qué manera se articula con la promoción de la autogestión en las comunidades? ¿Cómo se construye un acceso radical a la cultura, que incluya la capacidad de producir y de transformar las instituciones? ¿Qué diferencia hay entre lo público y lo común, y cómo se pueden articular ambas dimensiones?
Estas son algunas de las preguntas que aborda el nuevo libro de Jaron Rowan, Cultura libre de Estado, publicado por Traficantes de Sueños. El libro se publica en un momento especial para el estado español, de donde es oriundo el autor, en que algunos movimientos políticos progresistas han logrado llegar al gobierno municipal en Madrid, Barcelona y otros ayuntamientos. Rowan justamente busca aportar elementos para las nuevas políticas culturales, ya que nota que existe un fuerte riesgo de sucumbir a la inercia inherente a las actuales instituciones culturales, que encarnan paradigmas conservadores y están atravesadas por los intereses de los lobbies sectoriales. Entre los antecedentes de políticas de cultura libre de Estado, toma en cuenta las gestiones de Gilberto Gil y de Juca Ferreira en el Ministerio de Cultura de Brasil durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores.
Este no es el primer acercamiento de Rowan a las políticas culturales. En Innovación en cultura (2008-2009), del colectivo YProductions, hizo una genealogía del concepto de innovación en las políticas culturales, mientras que en Emprendizajes en Cultura (2010) planteó severas críticas a las políticas públicas basadas en el modelo de industrias creativas y de emprendedurismo en cultura, que han sido hegemónicas en las últimas décadas a nivel global. Cultura libre de Estado toma como punto de partida dichas críticas y la demostración del fracaso de las políticas culturales neoliberales. Se plantea, de alguna manera, como un texto más propositivo, donde aflora la urgencia por construir un modelo superador.
A lo largo del texto, Rowan propone un abordaje materialista de la cultura, es decir, un enfoque desde el cual lo que importa no es únicamente incidir en el mensaje de los contenidos culturales, sino principalmente transformar las instituciones culturales y democratizarlas. Plantea: “en este texto se hará patente la preocupación por sacar a la cultura libre del marco de lo simbólico, para situarla en los debates sobre las infraestructuras y los cambios institucionales. Se hablará sobre protocolos, herramientas y espacios”.
Ya desde la introducción, define algunos de los valores asociados a la cultura libre que deberían estar presentes en todo diseño de políticas culturales: la transparencia, la horizontalidad y la documentación de los procesos. De algún modo, nos invita a interpretar la noción de “cultura libre de Estado” no solamente en referencia a políticas públicas de cultura libre, sino en un sentido más amplio, como políticas culturales transformadas por los valores de la cultura libre.
Destaca que la propiedad intelectual ha servido históricamente como un dispositivo de desposesión, al convertir a los autores en “propietarios” de una mercancía que termina en las manos de las industrias culturales, en detrimento de los propios autores y de toda la ciudadanía. Las políticas culturales, por lo tanto, deben atacar el dispositivo de la propiedad intelectual, estableciendo, entre otras cosas, que toda la cultura producida con fondos o ayudas estatales sea de libre acceso y reutilización.
A su vez, Rowan advierte que el paradigma de la cultura libre, para brindar una alternativa real al actual modelo de desposesión y precarización, debe superar el discurso de los “nuevos modelos de negocio” y vincularse con los desarrollos de la economía social y cooperativa. El licenciamiento abierto y los modos de financiamiento novedosos como el crowdfunding no pueden comprenderse como estrategias individuales de supervivencia en el mercado, sino que deben articularse con transformaciones en las infraestructuras e instituciones culturales.
Para Rowan la respuesta está en la noción de “acceso productivo”, que permite volver a reunir consumo y producción cultural. Esta noción, vista desde la perspectiva de los derechos humanos, está relacionada con el derecho a la participación cultural. Promover el acceso productivo requiere la generación de infraestructuras para la cultura común: “lugares en los que la ciudadanía consume y produce su cultura”. Es fundamental entender que el concepto de “lo común” que sostiene el libro no se restringe a bienes culturales, sino a una trama productiva basada en una infraestructura “que permite que la cultura pueda crearse, producirse, consumirse y distribuirse de forma colectiva”. Por eso el libro vuelve una y otra vez a la necesidad de transformar las instituciones, tecnologías, protocolos y modelos de gobernanza; la disputa por la hegemonía cultural se da particularmente a un nivel material y no únicamente de contenidos.
El libro argumenta en favor de un paradigma de la cultura que incluye tanto a lo público como a lo común: “Es el momento de diseñar políticas públicas que cuiden lo público y potencien las infraestructuras comunes. Lo común no puede ni debe reemplazar a lo público estatal”. Hay un espectro de lo común que incluye lo público estatal, lo público no estatal y distintas formas de cogestión común o comunitaria. Las políticas públicas apuntan a la articulación de todo esto, porque es tan importante el universalismo al que aspira una cultura pública, como el particularismo radical y la autonomía de la cultura gestionada en comunidades.
Rowan advierte que la transformación de las instituciones culturales debe realizarse con decisión a pesar de la resistencia de los sectores reaccionarios, entre los que se encuentran la derecha clásica, las corporaciones mediáticas, los lobbies sectoriales y las entidades recaudadoras de derechos de autor. Estos actores culturales reaccionarios están siempre listos para lanzar las “guerras culturales”: campañas mediáticas y judiciales cuyo objetivo es deslegitimar los procesos democratizadores. La mejor manera de enfrentarlos es apoyándose en las comunidades: en los sujetos precarios, invisibilizados, no tenidos en cuenta, a quienes se ha considerado meros consumidores de cultura y que producen al margen de los sectores e instituciones que tradicionalmente se consideró representantes del “sector cultural”. En este sentido, la propuesta de Rowan tiene fuertes vínculos con el movimiento social de Cultura Viva Comunitaria que cobró un gran impulso en varios países de América Latina.
Por último, el libro toca el tema de la cultura popular. Propone abordarla en oposición a quienes la conceptualizan ya sea como mera repetición de tradiciones conservadoras, ya sea como aquella cultura creada por la industria para el consumo de las masas. La cultura popular tiene la capacidad de ser crítica y experimental. Las políticas culturales deben promover la emergencia de espacios de autoproducción, donde la excelencia, la exigencia y los criterios de evaluación son establecidos por la propia comunidad.
En suma, Cultura libre de Estado es un libro que coloca a la cultura en un primer plano de la discusión política. Ayuda a entender que las políticas culturales, lejos de reducirse a ser el último capítulo de un programa de gobierno, están atravesadas por múltiples conflictos: las guerras de la propiedad intelectual, la disputa por la hegemonía cultural, el desafío al poder de los lobbies sectoriales. Por lo tanto, son un ámbito donde se puede dar una apasionante lucha por la transformación social.