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Como cualquier época los años setenta y ochenta en España se encuentran atravesados de múltiples relatos en conflicto que tratan de aprehender lo que fue ese período crucial para la historia de España. Durante mucho tiempo el relato hegemónico de esos años consistía en afirmar que en los años setenta y ochenta los españoles adquirimos la mayoría de edad, dejamos de ser niños tutelados por el dictador más anciano de Europa, ingresamos en la post-modernidad sin pasar por la modernidad y experimentamos con las drogas y la sexualidad. En el año 2002, por ejemplo, el diario español El Mundo publicaba un artículo enfáticamente titulado «¿Por qué los 80 son tan míticos?» En él, Rafa Cervera escribía que «la llamada movida madrileña»:
se coció al filo de un acontecimiento muy concreto. Franco murió y la gente descubrió su propia libertad. No muy lejos, el punk británico cambió las normas estéticas y estilísticas del pop para siempre y, mientras en España se legalizaba el Partido Comunista, los Sex Pistols cantaban Anarquía en el Reino Unido. Así fue como la semilla para que los 80 fuesen únicos germinó. España se hizo europea, moderna, perdió sus complejos, y tuvo un gobierno de izquierdas entre pelos cardados y teñidos. Alaska y Almodóvar se convirtieron en los iconos de esa nueva cultura definida popularmente como movida. Los 80, al menos en su primera mitad, fueron una época irrepetible para los que vivimos en este país. Quizá por eso tiende a mitificarse.
En el extremo opuesto de esta narrativa edulcorada, celebratoria y triunfalista de la Transición, hay otras versiones como la de Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria que, en la introducción a la nueva edición de su panfleto Dejar de pensar, escriben:
Eran tiempos con una altísima tasa de paro, acrecentada por una salvaje reconversión industrial que el PSOE gestionó con una chulería y una bellaquería sin límites. Tiempos también en los que la producción española comenzaba a ajustarse a las normas europeas, en los que la sobreproducción agrícola y ganadera se había convertido en un problema que amenazaba a todos los pequeños productores. Mientras tanto, la traición sindical de CCOO y de UGT se consolidaba: la clase obrera española estaba a punto de perder en unas pocas horas de negociación, conquistas que habían costado décadas de esfuerzos y de sangre. La amenaza de un golpe de Estado militar todavía estaba presente. Pero aún resultaba más patente el golpe de Estado permanente que la Banca y la CEOE estaban perpetrando constantemente contra la democracia.
Entre estas dos narrativas, ¿dónde ubicar la cultura quinqui y, sobre todo, su máximo impulsor en las masas, el cine quinqui? En nuestra opinión, el imaginario quinqui no se puede ubicar en ninguna de las dos narrativas antagónicas referidas arriba. No encajan ni en la estética hipermoderna y de diseño de «La Movida» ni en la narrativa contrahegemónica marxista y obrerista de Alba Rico y Fernández Liria. Como podrá verse en los ensayos que conforman este volumen, lo quinqui ocupa un espacio intersticial entre estas dos narrativas antagónicas: comparte con «La Movida» el culto a las drogas "sobre todo la heroína", la negación punk del futuro y la moralidad burguesas, pero se inscribe claramente en el horizonte de las transformaciones económicas y el asalto a la clase obrera de los años ochenta que describen Alba Rico y Fernández Liria.