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La Revolución de Octubre de 1917 puso a los arquitectos antes el desafío de diseñar edificios que no solo reflejasen la nueva ideología sino que contribuyesen en la creación de una nueva sociedad comunista. De manera inevitable, los artistas vanguardistas identificaron su rechazo de la tradición y su entusiasmo por todo lo nuevo con el nuevo orden. En abril de 1918 el pintor suprematista Kazimir Malévich escribió: «La vanguardia de la destrucción revolucionaria marcha por todo el ancho mundo y sobre el cuadrado instituido por la Revolución deben erigirse los nuevos edificios». Unos pocos años más tarde el teórico Alekséi Gan trazaba una argumentación más articulada. En su opinión, los estilos arquitectónicos del pasado habían quedado irremediablemente anticuados, ya que el capitalismo y el individualismo habían cedido su lugar al socialismo y el usuario colectivo. Las mansiones, iglesias y pisos de lujo, que encontraban arraigo en la vida económica, social y cultural del pasado, en las nuevas condiciones resultaban inadecuadas e incluso perjudiciales «aliados de la contrarrevolución». Era fundamental desarrollar nuevos tipos de construcción, como viviendas comunitarias y pisos de trabajadores, que contribuyesen a promover el nuevo estilo de vida comunista. Según El Lisitski, la tarea que tenía ante sí la arquitectura era la de «entender las nuevas condiciones de vida para poder participar activa y conscientemente en la realización plena del nuevo mundo».