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Es 1983. Una niña de ocho años sube a un avión y aterriza al otro lado del océano, donde descubre lo que significa ser extranjera. En aquel momento no pierde la inocencia sino la idea de continuidad. Sus puntos de referencia desaparecen, pero también la embriaga todo lo nuevo. Su deseo es pertenecer, ser adoptada por una tierra que ese mismo año se despide de la estabilidad económica que la había convertido en reclamo para la migración de todo el planeta y despierta a la realidad asfixiante de la deuda externa. Para los padres, la experiencia de la emigración es radicalmente distinta a la de la niña. Su deseo es hacer dinero y volver con él a su país, como tantos antes que ellos. No saben que llegan tarde. La casa, poco a poco, se vuelve un territorio hostil; fuera, en las calles, cualquier tipo de violencia comienza a ser posible. Muchos años después, esa niña, hoy adulta, mira atrás. Busca volver a aquel país que consiguió amar y del que acabó huyendo. Se pregunta qué ocurrió para que una tierra de acogida acabase convertida en lugar de éxodo. La edad infinita es una novela de aprendizaje, confesión