
Por grande que sea una nación, si ama la guerra perecerá; por pacífico que sea el mundo, si olvida la guerra estará en peligro.
«Wu Zi», del antiguo tratado militar chino.
Cuando decimos un sistema de guerra nos referimos a un sistema como el vigente que asume la guerra, aunque sea tan solo programada pero no combatida, como el fundamento y el culmen del orden político, es decir, de la relación entre los pueblos y entre los seres humanos. Un sistema en el que la guerra no es un acontecimiento sino una institución, no una crisis sino una función, no una ruptura sino un pivote del sistema, una guerra siempre deprecada y exorcizada, pero nunca abandonada como posibilidad real.
Claudio Napoleoni, 1986.
El capitalismo es un sistema que fabrica básicamente poder de clase, produciendo plusvalor y acumulando capital entre tanto para reproducir una asimetría básica en el poder detentado por la clase capitalista y la clase proletaria. La producción de armamentos, la gestión del gasto militar y la guerra son los instrumentos primordiales para asegurar básicamente la dominación de clase, como el comportamiento de la Comisión Europea y de los gobiernos de la UE demuestra en esta coyuntura.
El advenimiento de Trump es apocalíptico, en el sentido literal del termino, cuya etimología remite a la eliminación de lo que cubre, al levantamiento del velo, al desvelamiento. Su convulsa agitación tiene el gran mérito de mostrar la naturaleza del capitalismo, la relación entre guerra, política y beneficio, entre capital y Estado, relaciones habitualmente encubiertas por la democracia, por los derechos humanos, por los valores occidentales y por la misión de la civilización occidental. La misma hipocresía está en el centro de la narrativa construida para legitimar los 840 millardos de euros planificados para acometer el rearme que impone la Unión Europea mediante la imposición del uso del estado de excepción a los Estados miembros. Armarse no significa, como dice Draghi, defender «los valores que fundaron nuestra sociedad europea» y que han «garantizado durante décadas a sus ciudadanos la paz, la solidaridad y, con nuestro aliado estadounidense, la seguridad, la soberanía y la independencia», sino salvar al capitalismo financiero. Tampoco necesitamos grandes discursos y documentados análisis para enmascarar la endeblez de estas narrativas, solo ha hecho falta la enésima masacre de más de cuatrocientos civiles palestinos hace unos días para destapar la verdad de la indecente cháchara sobre la singularidad y la supremacía moral y cultural de Occidente.
Trump no es pacifista, se limita a reconocer la derrota estratégica de la OTAN en la guerra de Ucrania, mientras las élites europeas rechazan la evidencia. La paz para ellas significaría volver al estado catastrófico al que han reducido a sus naciones. La guerra debe continuar, porque para las actuales elites europeas, como para los Demócratas y el deep state estadounidense, es el medio para salir de la crisis iniciada en 2008, como ya ocurrió con la gran crisis de 1929. Trump cree que puede resolverla dando prioridad a la economía sin negar la violencia, el chantaje, la intimidación, la guerra. Es muy probable que ni el Partido Demócrata ni el Partido Republicano lo consigan, porque ambos se topan con un gran problema: el capitalismo, en su forma financiera, está inmerso en una profunda crisis y es precisamente desde su centro, Estados Unidos, desde donde llegan señales «dramáticas» para las élites que nos gobiernan. En lugar de converger hacia Estados Unidos, los capitales huyen hacia Europa. Una gran novedad, síntoma de grandes rupturas imprevisibles que corren el riesgo de ser catastróficas.
El capital financiero no produce mercancías, sino burbujas que se hipertrofian todas ellas en Estados Unidos y estallan en detrimento del resto del mundo, demostrando ser armas de destrucción masiva. Las finanzas estadounidenses absorben valor (capital) de todo el mundo, lo invierten en la correspondiente burbuja, que tarde o temprano estalla, tras lo cual los pueblos del planeta deben asumir la senda de la austeridad y autoimponerse innumerables sacrificios para pagar los problemas impuestos por este mecanismo: primero la burbuja de Internet, esto es, de las empresas tecnológicas a finales de la década de 1990, luego la burbuja de las hipotecas subprime en 2007-2008, que provocó una de las mayores crisis financieras de la historia del capitalismo, abriendo las puertas a la guerra. El capital financiero también ha intentado provocar la consiguiente burbuja del capitalismo verde, pero este nunca despegó y, por último, la burbuja incomparablemente mayor de las empresas de alta tecnología. Para enjaugar las pérdidas provocadas por los desastres de la deuda privada descargada sobre la deuda pública, la Reserva Federal y la banca europea inundaron los mercados de liquidez tras la crisis de 2008, la cual en lugar de «gotear» en la economía real, sirvió para alimentar la burbuja de la alta tecnología y el desarrollo de los fondos de inversión, conocidos como los «Big Three», Vanguard, BlackRock y State Street, esto es, el mayor monopolio registrado en la historia del capitalismo, que gestiona 50 billones de dólares, cuyos protagonistas son a su vez accionistas mayoritarios de la totalidad de las empresas más importantes cotizadas en los mercados bursátiles globales. Ahora bien, incluso esta burbuja se está desinflando.
Si dividimos por dos la capitalización de las empresas cotizadas en Wall Street, todavía estamos muy lejos del valor real de las empresas de alta tecnología, cuyas acciones fueron infladas por los propios fondos para mantener altos los dividendos para sus «ahorradores». Los Demócrata, por su parte, también contaban con sustituir las políticas sociales del Estado del bienestar por las finanzas para todos, igual que antes habían delirado con la posibilidad de proporcionar el acceso a la vivienda para todos los estadounidenses a través del sistema financiero). Ahora el festín está llegando a su fin. La burbuja ha llegado a su límite y los valores están cayendo con un riesgo real de colapso. Si a ello añadimos la incertidumbre que las políticas de Trump, representante de un sistema financiero que no es el de los fondos de inversión, introducen en un sistema que éstos habían conseguido estabilizar con la ayuda de los Demócratas, entendemos los temores de los «mercados». El capitalismo occidental necesita otra burbuja, porque no conoce otra cosa que la reproducción infinita de lo mismo (el intento trumpiano de reconstruir la industria manufacturera en Estados Unidos está condenado a un fracaso seguro).
La identidad perfecta de «producción» y destrucción
Europa, que ya gasta hoy en armamento el 60 por 100 más de lo que gasta Rusia (la OTAN representa el 55 por 100 del gasto militar mundial, mientras que Rusia el supone el 5 por 100) ha decidido implementar un gran plan de inversión de 800 millardos de euros para aumentar aún más el gasto militar. La guerra y Europa, donde las redes políticas y económicas, así como los centros de poder que suscriben la estrategia representada por Biden siguen activas, la cual ha sido derrotada en las últimas elecciones presidenciales, representan la oportunidad de construir la correspondiente burbuja basada en el armamento, que compense las crecientes dificultades de los «mercados» estadounidenses. Desde diciembre, las acciones de las empresas armamentísticas ya han sido objeto de especulación, cosechando una subida tras otra y actuando como refugio seguro para los capitales que consideran la situación estadounidense demasiado arriesgada. En el centro de la operación están los fondos de inversión, que también figuran entre los principales accionistas de las grandes empresas armamentísticas como atestigua el hecho de posean participaciones significativas en Boeing, Lockheed Martin y RTX, siendo capaces de influir, por consiguiente, en la gestión y las estrategias de estas empresas. En Europa, los grandes fondos de inversión también están presentes en el complejo militar-industrial: Rheinmetall, empresa alemana que fabrica el tanque Leopard y que ha visto subir el precio de sus acciones el 100 por 100 durante los últimos meses, tiene como principales accionistas a Blackrock, Société Générale, Vanguard, etcétera. Rheinmetall, el mayor fabricante de municiones de Europa, ha superado en capitalización al mayor fabricante de automóviles del continente, Volkswagen, la última señal del creciente apetito de los inversores por los valores relacionados con la defensa.
La Unión Europea quiere recoger y canalizar los ahorros del continente hacia el armamento con consecuencias catastróficas para el proletariado y una mayor división en su seno. La carrera armamentística no podrá funcionar como «keynesianismo de guerra», porque las inversiones en armamento intervienen en una economía financiarizada, que ya no es industrial. Construida con dinero público, beneficiará a una pequeña minoría de particulares, mientras empeora las condiciones de la inmensa mayoría de la población. La burbuja armamentística únicamente producirá los mismos efectos que la burbuja estadounidense de las empresas de alta tecnología. Después de 2008, las sumas de dinero captadas para la inversión en la burbuja de alta tecnología nunca han «goteado» hacia el proletariado estadounidense. Por el contrario, han producido una desindustrialización cada vez mayor, empleos descualificados y precarios, salarios bajos, pobreza rampante, la destrucción del escaso Estado del bienestar heredado del New Deal y la posterior privatización de todos los servicios. Esto es lo que sin la más mínima duda producirá en Europa la burbuja financiera europea. La financiarización conducirá no solo a la destrucción completa del Estado del bienestar y a la privatización definitiva de los servicios públicos, sino a una mayor fragmentación política de lo que queda de la Unión Europea. Las deudas, contraídas por cada Estado por separado, tendrán que ser reembolsadas y habrá enormes diferencias entre los Estados europeos en cuanto a su capacidad para hacer frente a su respectivo endeudamiento.
El verdadero peligro no son los rusos, sino los alemanes con su rearme de 500 millardos de euros a los que se añaden otros 500 millardos en concepto de infraestructuras, financiación determinante para construir la mencionada burbuja. La última vez que los alemanes se rearmaron, produjeron desastres de alcance mundial (25 millones de muertos tan solo en la Rusia soviética, la solución final, etcétera), de ahí la famosa declaración de Andreotti contra la unificación alemana: «Quiero tanto a Alemania que prefiero haya dos». A la espera de saber cómo evolucionará ulteriormente el nacionalismo alemán y la extrema derecha alemana, ya situada en el 21 por 100 de la cuota de voto, lo que está claro es que Alemania impondrá su habitual hegemonía imperialista a los demás países europeos y todo ello inevitablemente producirá el retorno de la potencia alemana: «Deutschland ist zurück!» [¡Alemania está de vuelta!]. Los alemanes han abandonado rápidamente el credo ordoliberal, que no tenía ningún fundamento económico, sino solo político, y ahora abrazan a ultranza la financiarización angloestadounidense, pero con el mismo objetivo, dominar y explotar a Europa. El Financial Times habla de una decisión tomada por Merz, hombre de Blackrock, y Kukies, ministro del Tesoro, hombre de Goldam Sachs, con el respaldo de los partidos de «izquierda», el PDS y Die Linke, que, como sus predecesores en 1914, vuelven a asumir la responsabilidad de futuras carnicerías. Respecto a todo ello, que por el momento sigue siendo un proyecto, únicamente la financiación alemana parece tener alguna credibilidad. En cuanto a los demás Estados, veremos quién tendrá el valor de recortar aún más radicalmente las pensiones, la sanidad, la educación, etcétera por una amenaza bélica inventada. Alemania es el único país europeo que puede hacer una reconversión de la industria civil a la militar. Su hegemonía sobre Europa ya no será tan solo económica.
Si el imperialismo alemán precedente, que hemos conocido durante las últimas décadas, se basó en la austeridad, en el mercantilismo exportador, en la congelación salarial y en la destrucción del Estado del bienestar, el futuro se basará en la gestión de una economía de guerra europea jerarquizada mediante los diferenciales [spread] de los tipos de interés que los diversos países europeos deberán pagar para amortizar el endeudamiento contraído. Los países ya muy endeudados (Italia, Francia, etcétera) tendrán que encontrar quién compre sus bonos en un «mercado» europeo cada vez más competitivo. A los inversores les convendrá más comprar bonos alemanes, bonos emitidos por las empresas de armamento sobre los que jugará la especulación al alza, y títulos de deuda pública europea, sin duda más seguros y rentables que los bonos de los países superendeudados. El famoso «diferencial» seguirá desempeñando su papel, como lo hizo en 2011. Los miles de millones necesarios para pagar a los mercados financieros no estarán disponibles para sostener los diversos Estados del bienestar. El objetivo estratégico de todos los gobiernos y oligarquías desde hace cincuenta años, la destrucción del gasto social invertido en la reproducción del proletariado y su privatización, será alcanzado.
Veintisiete egoísmos nacionales lucharán entre sí sin ninguna puesta en juego relevante sobre la mesa, porque la historia, que «somos los únicos que sabemos lo que es», nos ha arrinconado a nosotros proletarios, inútiles e irrelevantes, tras siglos de colonialismo, guerras y genocidios. La carrera armamentística va acompañada de una justificación martilleante «estamos en guerra» contra todos (Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Brics), que no puede eludirse y que corre el riesgo de hacerse realidad, porque esta cantidad delirante de armas debe de todas formas «consumirse».
La lección de Luxemburgo, Kalecki, Baran y Sweezy
Sólo los desinformados pueden asombrarse de lo que está ocurriendo. Todo se repite, solo que esta vez en el seno de un capitalismo financiero que ha dejado de ser industrial como lo era en el siglo XX. Las guerras y los armamentos han estado en el centro de la economía y la política desde que el capitalismo se hizo imperialista. Y también se hallan en el centro del proceso de reproducción del capital y del proletariado, que compiten ferozmente entre sí. Reconstruyamos rápidamente el marco teórico proporcionado por Rosa Luxemburgo, Michal Kalecki, Paul Baran y Paul Sweezy, sólidamente fundamentado, a diferencia de las inútiles teorías críticas contemporáneas, sobre las categorías de imperialismo, monopolio y guerra, que nos ofrece un espejo de la situación contemporánea.
Empecemos por la crisis de 1929, que hunde sus raíces en la Primera Guerra Mundial, y por el intento de salir de ella mediante la activación del gasto público a través de la intervención del Estado. De acuerdo con Baran y Sweezy, el inconveniente del gasto público en la década de 1930 era su volumen, incapaz de contrarrestar las fuerzas depresivas de la economía privada. «Considerado como una operación de rescate de la economía estadounidense en su conjunto, el New Deal fue, pues, un fracaso manifiesto. Incluso Galbraith, el profeta de la prosperidad sin guerra, reconoció que durante la década 1930, “la gran crisis” no terminaba nunca». Únicamente llegaría a su fin con la Segunda Guerra Mundial: «Entonces llegó la guerra y con la guerra llegó la salvación [...] el gasto militar hizo lo que el gasto social no había conseguido hacer», porque el gasto público pasó de 17,5 a 103,1 millardos de dólares. Baran y Sweezy demuestran que el gasto público no consiguió lo que sí logró el gasto militar, porque el primero estaba limitado por un problema político que todavía es el nuestro. ¿Por qué el New Deal y su gasto no lograron alcanzar un objetivo que estaba al alcance de la mano, como demostró más tarde la guerra? Porque en torno a la naturaleza y composición del gasto público, es decir, en torno a la reproducción del sistema y la reproducción del proletariado, se desata la lucha de clases.
«Dada la estructura de poder del capitalismo monopolista estadounidense, el aumento del gasto civil casi había alcanzado sus límites extremos. Las fuerzas que se oponían a una mayor expansión del mismo eran demasiado poderosas como para ser superadas». El gasto social estaba compitiendo o perjudicando a las grandes corporaciones empresariales y a las oligarquías, arrebatándoles poder económico y político. «Como los intereses privados controlan el poder político, los límites del gasto público se fijan rígidamente sin preocuparse por las necesidades sociales, por vergonzosamente evidente que estas sean». Y estos límites se aplican también al gasto, a la sanidad y a la educación, que en aquella época, a diferencia de hoy, no competían directamente con los intereses privados de las oligarquías. La carrera armamentística permite aumentar el gasto público del Estado sin que ello se transforme en aumento de los salarios y del consumo del proletariado. ¿Cómo que se puede gastar el dinero público para evitar la depresión económica que conlleva el monopolio, evitando al mismo tiempo el fortalecimiento del proletariado? «Invirtiéndolo en armamento, en más y más armamento».
Michal Kalecki, trabajando durante el mismo período, pero específicamente sobre la Alemania nazi, logró dilucidar otros aspectos del problema. Contra todo economicismo, que siempre amenaza la comprensión del capitalismo por las teorías críticas, incluso marxistas, Kalecki subraya el carácter político del ciclo del capital: «La disciplina en las fábricas y la estabilidad política son más importantes para los capitalistas que los beneficios corrientes». El ciclo político del capital, que ahora únicamente puede garantizarse mediante la intervención del Estado, tiene que recurrir al gasto militar y al fascismo. También para Kalecki, el problema político se manifiesta en la «dirección y los fines del gasto público». La aversión a la «subvención del consumo de masas» está motivada por la destrucción que provoca «de la base de la ética capitalista: “ganarás el pan con el sudor de tu frente” (a menos que vivas de las rentas del capital)».
¿Cómo conseguir que el gasto público no se traduzca en un aumento del empleo, del consumo y de los salarios y, por lo tanto, en la fuerza política del proletariado? El inconveniente para las oligarquías se supera con el fascismo, porque la máquina estatal queda entonces bajo el control del gran capital y de la dirección fascista, lo cual asegura «la concentración del gasto público en el gasto militar», mientras que la disciplina fabril y la estabilidad política quedan aseguradas por la «disolución de los sindicatos y los campos de concentración. La presión política sustituye aquí a la presión económica del desempleo». De ahí el inmenso éxito de los nazis entre la mayoría de los liberales británicos y estadounidenses.
La guerra y el gasto militar ocupan un lugar central en la política estadounidense incluso después del final de la Segunda Guerra Mundial, porque es inconcebible una estructura política sin una fuerza armada, es decir, sin el monopolio de su ejercicio. El volumen del aparato militar de una nación depende de su posición en la jerarquía mundial de explotación. «Las naciones más importantes serán siempre las que más necesiten ese aparato militar y la magnitud de sus necesidades (de fuerzas armadas) variará en función de si existe o no una lucha encarnizada entre ellas por ocupar el primer puesto». Así pues, el gasto militar sigue creciendo en el centro del imperialismo: «Por supuesto, la mayor parte de la expansión del gasto público ha tenido lugar en el sector militar, que ha pasado de menos del 1 a más del 10 por 100 del PNB y ha representado alrededor de dos tercios del aumento total del gasto público desde 1920. Esta absorción masiva de excedente en preparativos militares fue el hecho central de la historia estadounidense de posguerra». Kalecki señala que en 1966 «más de la mitad del incremento de la renta nacional se resolvió en un aumento del gasto militar».
Ahora, durante el periodo de posguerra, el capitalismo ya no puede confiar en el fascismo para controlar el gasto social. El economista polaco, «alumno» de Rosa Luxemburg, señala: «Una de las funciones fundamentales del hitlerismo fue superar la aversión del gran capital a las políticas anticoyunturales a gran escala. La gran burguesía había dado su asentimiento al abandono del laissez faire y al aumento radical del papel del Estado en la economía nacional, a condición de que el aparato estatal estuviera bajo el control directo de su alianza con la «dirección fascista» y de que el destino y el contenido del gasto público estuvieran determinados por el armamento. Durante los trente glorieuses, esto es, durante el periodo de enorme expansión económica verificado entre 1945 y 1975, sin el fascismo asegurando la dirección del gasto público, los Estados y los capitalistas se vieron forzados a sellar un compromiso político. Las relaciones de fuerza determinadas por el precedente siglo de revoluciones obligan al Estado y a los capitalistas a hacer concesiones que, en cualquier caso, son compatibles con que los beneficios alcancen tasas de crecimiento desconocidas hasta entonces. Pero incluso este compromiso es demasiado, porque, a pesar de los grandes beneficios, «los trabajadores se vuelven “recalcitrantes” en tal situación y los “capitanes de la industria” se muestran ansiosos por “darles una lección”».
La contrarrevolución, que se desarrolla a partir de finales de la década de 1960, tendrá como centro la destrucción del gasto social y la voluntad feroz de orientar el gasto público hacia los intereses únicos y exclusivos de las oligarquías. El problema, desde la República de Weimar, nunca ha sido una intervención genérica del Estado en la economía, sino el hecho de que este había sido investido por la lucha de clases y se había visto obligado a ceder a las exigencias de las luchas obreras y proletarias. En los «tiempos de paz» de la Guerra Fría, sin la ayuda del fascismo, la explosión de los gastos militares necesitaba una legitimación, asegurada por una propaganda capaz de evocar continuamente la amenaza de una guerra inminente, de un enemigo a las puertas dispuesto a destruir los valores occidentales: «Los creadores oficiosos y oficiales de la opinión pública tienen preparada la respuesta: Estados Unidos debe defender el mundo libre de la amenaza de agresión soviética (o china)». Kalecki, refiriéndose al mismo periodo, precisa: «Los periódicos, el cine, la radio y la televisión que trabajan bajo la égida de la clase dominante crean una atmósfera, que favorece la militarización de la economía».
El gasto militar no tiene únicamente una función económica, sino también de producción de subjetividades sometidas. La guerra, al exaltar la subordinación y el mando, «contribuye a crear una mentalidad conservadora». «Mientras que el gasto público masivo en educación y bienestar tiende a socavar la posición privilegiada de la oligarquía, el gasto militar hace lo contrario. La militarización favorece al conjunto de las fuerzas reaccionarias [...] se determina un respeto ciego por la autoridad; se enseña e impone una conducta de conformismo y sumisión; y la opinión contraria se considera antipatriótica o reo de traición». El capitalismo produce un capitalista que, precisamente por la forma política de su ciclo, es un sembrador de muerte y destrucción, más que un promotor del progreso. Richard B. Russell, un senador conservador del sur de Estados Unidos durante la década de 1960, citado por Baran y Sweezy, afirmaba lo siguiente: «Hay algo en los preparativos para la destrucción que induce a los hombres a gastar el dinero más descuidadamente que si fuera para fines constructivos. No sé por qué ocurre esto, pero durante los treinta años que llevo en el Senado me he dado cuenta de que al comprar armas para matar, para destruir, para borrar ciudades de la faz de la tierra y para eliminar grandes sistemas de transporte hay algo que induce a los hombres a no calcular los gastos con el mismo cuidado que cuando se trata de pensar en una vivienda digna y en la atención sanitaria para los seres humanos».
La reproducción del capital y del proletariado se politizó con las revoluciones del siglo XX. La lucha de clases también trajo consigo una oposición radical entre la reproducción de la vida y la reproducción de su destrucción, que no ha hecho más que intensificarse desde la década de 1930. Al fin de cuentas, podemos decir que no hay transición del modelo del bienestar al modelo de guerra, porque el gasto público siempre ha sido tanto civil como militar. James O'Connor habló, correctamente, de Estado de guerra-bienestar.
¿Cómo funciona el capitalismo?
La guerra y los armamentos, prácticamente excluidos de todas las teorías críticas del capitalismo, funcionan como discriminantes en el análisis del capital y del Estado. Es muy difícil definir el capitalismo como un «modo de producción», como hizo Marx, porque la economía, la guerra, la política, el Estado y la tecnología son elementos estrechamente entrelazados e inseparables. La «crítica de la economía» no es suficiente para producir una teoría revolucionaria. Ya con el advenimiento del imperialismo se había producido un cambio radical en el funcionamiento del capitalismo y del Estado, puesto de manifiesto por Rosa Luxemburg para quien la acumulación tiene dos perspectivas. La primera «se refiere a la producción de plusvalor, ya sea en la fábrica, en la mina o en la explotación agrícola, y a la circulación de mercancías en el mercado. Contemplada desde este punto de vista, la acumulación es un proceso económico, cuya fase más importante es la transacción entre el capitalista y el asalariado». El segundo aspecto tiene como teatro el mundo entero, se trata de una dimensión mundial irreductible al concepto de «mercado» y a sus leyes económicas. «Aquí los métodos empleados son la política colonial, el sistema internacional de endeudamiento, la política de esferas de interés, la guerra. La violencia, el fraude, la opresión, la depredación se desarrollan aquí abiertamente, sin máscara, y es difícil reconocer las estrictas leyes del proceso económico en el entrelazamiento de la violencia económica y las diversas formas de brutalidad política».
La guerra no es la continuación de la política por otros medios, sino que siempre ha coexistido con ella, como demuestra el funcionamiento del mercado mundial en el cual la guerra, el fraude y la depredación coexisten con la economía, y la ley del valor nunca ha funcionado realmente. El mercado mundial tiene un aspecto muy diferente del que esbozó Marx. Sus consideraciones parecen ya no ser válidas o, mejor dicho, necesitan ser precisadas: únicamente en el mercado mundial el dinero y el trabajo se adecuarían a su concepto, haciendo fructificar su abstracción y universalidad. Por el contrario, lo que vemos es que el dinero, la forma más abstracta y universal del capital, es siempre la moneda de un Estado. El dólar es la moneda de Estados Unidos y reina únicamente en cuanto tal. La abstracción de la moneda y su universalidad (y sus automatismos) son apropiados por una «fuerza subjetiva» y son gestionados de acuerdo con una estrategia, que no está contenida en la moneda. Incluso las finanzas, como la tecnología, parecen ser objeto de apropiación por fuerzas subjetivas «nacionales», de las que muy poco hay de universal. En el mercado mundial, incluso el trabajo abstracto no triunfa como tal, sino que se encuentra con otro trabajo radicalmente distinto (trabajo servil, trabajo esclavo, etcétera) y es objeto de estrategias.
La acción de Trump, una vez caído el velo hipócrita del capitalismo democrático, nos revela el secreto de la economía: esta únicamente puede funcionar en función de una división internacional de la producción y la reproducción definida e impuesta políticamente, es decir, mediante el uso de la fuerza, lo cual implica también la guerra. La voluntad de explotación y de dominio, que gestiona simultáneamente las relaciones políticas, económicas y militares, construye una totalidad que nunca puede cerrarse sobre sí misma, sino que permanece siempre abierta, escindida por el conflicto, la guerra y la depredación. En esta totalidad escindida convergen todas las relaciones de poder y ahí se gobiernan a sí mismas. Trump interviene sobre el uso de las palabras, pero también sobre las teorías de género, al mismo tiempo que desea imponer un nuevo posicionamiento global, tanto político como económico, de Estados Unidos. De lo micro a lo macro, una acción política en la que los movimientos sociales contemporáneos están lejos de pensar.
La construcción de la burbuja financiera, un proceso que podemos seguir paso a paso, ocurre de la misma manera. Hay muchos actores implicados en su producción: la Unión Europea, los Estados que tienen que endeudarse, el Banco Europeo de Inversiones, los partidos políticos, los medios de comunicación y la opinión pública, los grandes fondos de inversión (todos procedentes de Estados Unidos), que organizan el trasiego de capitales de un mercado de capitales a otro, y las grandes empresas. Únicamente después de que el choque/cooperación entre estos centros de poder haya dado su veredicto, la burbuja económica y sus automatismos podrán funcionar. Hay toda una ideología sobre el funcionamiento automático que hay que demoler. El «piloto automático», especialmente a escala financiera, existe y funciona únicamente después de haber sido establecido políticamente. No existía en los trente glorieuses, porque así se había decidido políticamente, funciona desde finales de la década de 1970, por voluntad política explícita.
Esta multiplicidad de actores, que lleva meses agitándose, se mantiene unida por una estrategia. Hay, pues, un elemento subjetivo que interviene de manera fundamental. De hecho, dos. Desde el punto de vista capitalista, constatamos una lucha feroz entre el «factor subjetivo» Trump y el «factor subjetivo» de las élites derrotadas en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, pero que todavía tienen una fuerte presencia en los centros de poder de Estados Unidos y de Europa. Pero para que el capitalismo funcione debemos considerar también el factor subjetivo proletario. Éste desempeña un papel decisivo, porque o bien se convertirá en el portador pasivo del nuevo proceso de producción/reproducción del capital, o bien tenderá a rechazarlo y destruirlo. Dada la incapacidad del proletariado contemporáneo, el más débil, el más desorientado y el menos autónomo e independiente de la historia del capitalismo, la primera opción parece la más probable, pero si no logra oponer su propia estrategia a las continuas innovaciones estratégicas del enemigo, capaz de renovarse continuamente, caeremos en una asimetría de las relaciones de fuerza, que nos retrotraerá a antes de la Revolución Francesa, a un nuevo pero ya visto ancien régime.
Bibliografía
Michal Kalecki, Sul capitalismo contemporaneo, Roma, Editori Riuniti, 1975 (selección de textos); ed. cast.: Ensayos escogidos sobre dinámica de la economía capitalista 1933-1970, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1977.
Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Il capitale monopolistico, Roma, Einaudi, 1968; ed. cast.: El capital monopolista, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.
Rosa Luxemburg, L'accumulazione del capitale, Sesto San Giovanni (MI), PGreco, 2021.