Entre las docenas de libros que podemos encontrar de un tiempo a esta parte en casi todas las librerías, más grandes o más pequeñas, dedicados a “revolucionarnos”, Tratado para radicales es uno de los imprescindibles. Seguro que te has topado con libros abstractos y teóricos, o con otros que escriben sobre el “aquí y ahora” de las luchas que se están realizando. El Tratado de Alinsky, que oportunamente se propuso la editorial madrileña poner en nuestras manos, no es ni una cosa ni otra: anclado en la experiencia, escrito tras décadas de lucha práctica, sirve a los recién llegados para entender algunas cosas básicas de la acción política cercana, distribuida y territorial. “Puede suponer un buen impulso para repensar las luchas sociales actuales, en paralelo a los sistemas representativos, con el fin de innovar las acciones en la calle", como escriben los prologuistas Maribel Casas y Sebastián Covarrubias. Y, por ello, después del tiempo de reposo que me gusta dejar a las buenas lecturas, le dedico esta reseña.
Advierten ellos también que las propuestas de este "revolucionario pragmático" no se parecen a nuestras experiencias cercanas, los movimientos antiglobalización o el 15M, y sin embargo creo que sí, que aporta perspectivas que muchos de los que recientemente han accedido a la acción política podrán reconocer. Al mismo tiempo, hay distancias. Alinsky escribió este libro para dar a las jóvenes generaciones (en los setenta en los EE.UU.) el poder de cambiar las cosas, las herramientas para desabotargarse y dejar de sentirse impotentes ante la imparable realidad de la inacción y el consumismo. A nosotros también nos vale, tanto si somos experimentados (y cansados) en luchas anteriores como si nos acabamos de despertar. Que Alinsky es “perro viejo” se sabe desde las primeras páginas, pero aporta a la vez una vitalidad y un pragmatismo que enciende mechas. Y 'savoir faire', sin duda alguna.
Saul Alinsky es el ideólogo del 'community organizing', la organización de las comunidades que ha vertebrado algunas de las luchas más intensas del siglo pasado en los USA, y aunque algunos de sus conceptos están muy anclados en el espacio y la comunidad física, sin demasiado problema sus ideas son extrapolables al contexto “tecnopolítico” que marca nuestra cotidianidad. Porque, en fin, alguien capaz de insertar sentencias del tipo “Las personas no pueden ser libres a no ser que estén dispuestas a sacrificar algunos de sus intereses para garantizar la libertad de los demás. El precio de la democracia es la incesante búsqueda del bien común por parte de todos los hombres” (39) o “La interdependencia del ser humano es su mayor fortaleza” (58), es alguien que merece la pena ser escuchado -aunque entre los seguidores de algunas de sus estrategias esté, sí, el mismísimo Tea Party.
Todo lo que se desgrana en las páginas de este Tratado tiene que ver con la práctica, y a ella está dirigido; a algunos “activistas” puede suponerles un handicap su “relativismo” moral, cercano al cinismo en algunas partes. Alinsky afirma por ejemplo que el “organizador” al que aspira y para el que escribe no tiene ideología, y es su pragmatismo, su sentido del humor o su capacidad de comunicación con la comunidad bazas mucho más importantes que su coherencia: “En la política de la vida, la coherencia no es una virtud” (67). Desarrolla por ejemplo un amplio capítulo acerca de la ética de los medios y los fines. Y pone ante nuestras narices algunas verdades como que los medios y los fines son únicamente revisados de forma moral según si los los impulsores de los mismos quedaron en el bando ganador o perdedor. “¿Este fin en concreto justifica estos medios?” es su pregunta talismán, aunque otorga, como hace a lo largo de todo el libro, una gran cantidad de pistas, sin pretender ser categórico más que a través de la experiencia.
Una de las claves del libro está en la palabra "comunidad", que él entiende necesitada de un "organizador" que genere poder entre las personas que deben trabajar las acciones. “Mientras la gente se siente impotente e incapaz de hacer algo al respecto, no tiene problemas, sólo una situación difícil” (141): no se puede crear una situación de trabajo y colaboración mientras las personas no puedan reconocer en sí mismas una mínima capacidad de acción, así pues Alinksy aboga por ese trabajo que, como se dice hoy día, “empodere”.
Si bien la noción de comunidad que maneja el autor nos queda algo trasnochada, no podemos perder de vista que hoy se reactiva el concepto, aunque éste no tenga que ver con la cercanía física; así pues, sus ideas resultan a veces reactivas y otras estimulantes, como cuando incita a trabajar en el campo de experiencia de las personas a las que queremos implicar: no se podrá conseguir implicación de éstas mientras no aterricemos en sus propios problemas, con la más insignificante cuota de abstracción posible. Una multitud se indigna cuando les hablan de los “sobres” del PP, pero una cantidad mucho menor se moviliza, un poner, contra la “troika”. Lo cercano y lo palpable: entre las noticias más recientes, las revueltas de Turquía a partir de un parque expoliado, o las de Brasil a partir de las subidas del precio en el transporte.
¿Y cómo trabajar? Alinsky no se cansa de decir que es necesario “hacer lo que se puede con lo que se tiene” y, a pesar de su aparente cinismo, se aprende mucho de ese empuje serio y eficaz bregado en una arena política que él declara constantemente en movimiento, en fricción perpetua.
Hay otros libros sobre la "indignación", pero Alinsky aterriza y se deja de monsergas pro-burguesas. Su libro "dirigido a los desposeídos para enseñarles como arrebatárselo" (el poder a los poderosos) entrega herramientas para activarnos desde lo más pequeño, lo más insignificante y, al tiempo, más letal como -doy un ejemplo del propio libro- unos cuantos pedos. Del reconocimiento de que la movilización proviene de una “guerra vital permanente”, nace el poder de ponerse en relación y actuar. Lo contrario es un baile solitario, torpe e impedido. O un continuo grito de impotencia reclamando "guillotinas".