Aparecía hace poco el Diccionario de las periferias. Métodos y saberes autónomos desde los barrios, editado por Traficantes de Sueños, una de las fuentes básicas, hoy, desde la que obtener bibliografía crítica sobre y contra la destrucción de las ciudades a manos de sus depredadores económicos y políticos. El libro es un glosario de términos clave para entender la vida de los barrios –"ascensor", "autogestión", "economato", "bares"…– y está centrado en el barrio madrileño de Carabanchel, aunque amplía su campo de atención a una parte importante de los suburbios populares de la capital de España. El libro es cosa de Carabancheleando, una plataforma de investigación-militante resultado de la complicidad entre el Observatorio Metropolitano de Madrid y una red de movimientos sociales y vecinales surgidos del movimiento 15M. Puede descargarse libremente.
Esta novedad editorial da pie a formularnos una pregunta, cuya respuesta no es tan obvia como parece. Podríamos hacerlo tomando como punto de partida una de las entradas del diccionario, "barrionalismo", un término que ya ha servido para centrar una tesis doctoral–la de Pedro Limón, en la Universidad Complutense de Madrid– a partir de los ejemplos de Poblenou (Barcelona) y Hortaleza (Madrid). Barrionalismo es una manera de nombrar la pertenencia a un barrio como un ingrediente fundamental para definir y defender la propia identidad desde algo parecido a una forma de patriotismo. De hecho, en el artículo del diccionario se menciona como ilustración una secuencia de la película 'El día de la Bestia', de Àlex de la Iglesia (1995), en la que, cuando se interroga a uno de los protagonistas –Santiago Segura como joven heavy– sobre si es satánico, responde: "Sí; satánico y de Carabanchel".
La cuestión es, ¿qué es o a qué llamamos 'barrio'? La contestación podrá parecer obvia, pero no lo es, por cuanto remite a una subdivisión que no puede ser descrita objetivamente a partir de criterios administrativos –como el distrito–, ni siquiera geográficos o urbanísticos. Excepto en países en que el término 'barrio' se aplica en exclusiva a sectores considerados pobres de una urbe, como es el caso de Venezuela, por barrio se entiende un territorio urbano con unas dimensiones ni demasiado grandes, ni demasiado pequeñas. También ha de tener unos límites más o menos reconocibles, aunque no haya acuerdo a la hora de establecerlos cuando se pregunte por ellos. Por otra parte, suele o solía reunir una población más bien socialmente homogénea. Fundamental: su morfología debe no solo permitir, sino propiciar la interacción entre residentes. Le suele corresponder un cierto sentimiento de pertenencia, que a veces puede ser clave para presentar y reconocer la posición que cada uno ocupa en relación con la sociedad en su conjunto, ya que es la sede de una red estratégica de solidaridades tanto duraderas como efímeras. Hay un rasgo más que no puede faltar: un barrio debe tener un nombre, una denominación de origen que permita reconocer una individualidad colectiva. De ahí que haya barrios con canción –Ménilmontant, de Charles Trenet; Almagro, de Carlos Gardel; Little Italy, de Stephen Bishop, o Transtevere, de Lando Fiorini–, o con película, como Notting Hill, Chinatown o El Raval. O como, de nuevo, "Ménilmontant", de Dimitri Korsanoll (1926), una de las mejores muestras del cine de vanguardía europeo de los años 20.
Esta cuestión es importante, ya que nos coloca ante la esencia del concepto 'barrio' en un tipo específico de vínculo social basado en la proximidad y en la rutina de los encuentros en un contexto territorial delimitado, Ahora bien, todo barrio es un vecindario, pero no toda vecindad es un barrio, de igual manera que no toda casa es un hogar. Para ser un barrio, una vecindad debe ser más y otras cosas. Esto es así porque el barrio es, por un lado, un espacio subjetivo asociado a prácticas individuales; su sentido es sobre todo biográfico, aunque a menudo pueda servir para recomponer un vínculo social que la ciudad en su conjunto y las relaciones anónimas y de distanciamiento que le son propias tienden a disolver. Es fundamental que este territorio aparezca definido sobre todo porque en relación con él se generan sentimientos poderosos, relacionados con un conjunto más o menos intenso y extenso de prácticas colectivas y con el reconocimiento mutuo, al menos "de vista", que otorgamos a ese personaje de nuestra vida de cada día al que le atribuimos el papel social de 'vecino'. La serie australiana de los 80, 'Neighborhood', era una excelente ilustración de ello.
En cualquier caso, el barrio es una verdadera institución social de primer orden a la que se le reservan, todavía hoy, tareas fundamentales en la formación de la persona. Es el molde o configuración básica para cualquier modalidad a apropiación psicológica y afectiva del espacio, de cualquier espacio, ya que es nuestra primera experiencia –constantemente reeditada– de esa región que se extiende más allá de las puertas de nuestra casa y que es menos nuestra e incluso menos colectiva cuanto más nos alejamos de ella.
Ahora bien, al mismo tiempo que el barrio es un espacio subjetivo de prácticas individuales, también es un espacio objetivo de y para la acción colectiva. El barrio es una unidad social clave, asociada a un tipo de integración social basada en la proximidad y en las interacciones frecuentes cara a cara que no tienen por qué estar exentas de conflictividad y de prácticas de exclusión. El libro de Carabanchaleando levanta acta de esos aspectos no siempre elogiables.
Es importante subrayar el papel que los barrios han jugado siempre en las luchas sociales, por su tendencia a convertirse en baluartes desde los que las clases populares podían acuartelarse, por así decirlo, en ciertos momentos críticos. Y esto vale tanto para los barrios antiguos de las ciudades como para los grandes polígonos de bloques en el extrarradio urbano. Pensemos en el ejemplo que nos prestaba de ello, no hace mucho, el conflicto en el barrio del Gamonal, en Burgos. En este y en todos los casos hubo un elemento común y básico: la aceleración y la intensificación que en cualquier momento podían conocer las relaciones cotidianas entre personas con unos mismos intereses sociales. en un nicho de interacción permanentemente activo o activable.
La acción colectiva resulta entonces casi inherente a una vida cotidiana igualmente colectiva, en la que la gente coincide en el día a día, se ve las caras, tiene múltiples oportunidades de intercambiar impresiones y sentimientos y se convierte en vehículo de transmisión de todo tipo de rumores y consignas. La protesta, incluso la revuelta, están predispuestas e incluso presupuestas en un espacio que las propicia a partir de la facilidad con que en cualquier momento se puede 'bajar a la calle', allí donde el encuentro con los iguales es inevitable y es inevitable compartir preocupaciones, indignaciones y, después, una misma convicción de que es posible conseguir determinados fines por medio de la acción común. Décadas de lucha en los barrios del mundo entero por el derecho a la ciudad son la prueba de ello. Por proponer solo algunos ejemplos entre tantísimos, el barrio 23 de enero en Caracas, por lo bien descrito que está en un documental de Nuria Alabao y Lenin Brea, Fuegos bajo el agua (2008),y los barrios en las periferias de las ciudades francesas, por dos películas en que se representa su problemática: 'Ma 6-T va crak-er', de Jean-François Richet (1997), y 'La haine', de Methieu Kassovitz (1996).
El vecindario se convierte de este modo en un factor desencadenante de determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación colectiva para lograr objetivos comunes. Concentrar se reconoce una vez más como sinónimo de concertar, o, dicho de otro modo, nos volvemos a encontrar con las consecuencias del factor aglutinante en los procesos de contestación, factor que no resulta de otra cosa que de la existencia de contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y recurrente. Vivir cerca se convierte entonces, a la menor oportunidad, en luchar juntos.