El historiador y activista norteamericano Marcus Rediker (1951) ha publicado varios estudios sobre la piratería en el Atlántico, que lo han llevado a considerarla una revuelta contra el orden establecido precursora de los movimientos anticapitalistas de la actualidad.
En 2000 apareció la edición original de La hidra de la revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, en colaboración con Peter Linebaugh y de la que hay varias versiones castellanas. En este libro se describen en detalle los escenarios de resistencia que surgieron a medida que comenzaba la expansión capitalista en el entorno del Atlántico, y se reivindica y recupera la historia perdida de la clase multiétnica cuya explotación hizo posible el nacimiento del nuevo sistema económico. Otros trabajos suyos son: Entre el deber y el motín: lucha de clases en mar abierto (Antipersona, 2019) y Barco de Esclavos. La trata a través del Atlántico (Capitán Swing, 2021).
Villanos de todas las naciones. Los piratas del Atlántico en su edad de oro acaba de ser editado por Traficantes de sueños en una traducción de Elena Fernández-Renau y tiene la virtud de demostrarnos que a veces la historiografía rigurosa, al tiempo que revela capítulos esenciales de nuestro pasado, es capaz de construir relatos que nada tienen que envidiar, en emoción e interés humano, a las obras de ficción más estimulantes.
Un desafío al orden comercial naciente
La edad de oro de la piratería abarca aproximadamente desde 1650 hasta 1730, pero es en el período entre 1716 y 1726 cuando tiene su apogeo, y es precisamente al análisis de esta década extraordinaria al que está dedicado el libro, un breve lapso de tiempo en el que varios miles de filibusteros saquearon y hundieron centenares de embarcaciones en el Atlántico. Un aspecto que explica este fenómeno es que para los marineros de los barcos mercantes de la época, sometidos a un régimen brutal, salarios bajos y un horizonte de enfermedad, amputaciones y muerte prematura, la piratería era, como veremos, una forma atractiva de mejorar sus condiciones de vida, aunque no exenta de riesgos.
El incremento del bandolerismo marítimo a partir de 1716 se relaciona con el final de la guerra de Sucesión Española (1702-1713). Las razones de esto son expuestas en un capítulo en el que se muestra cómo en aquel momento los imperios habían pasado de dirimir disputas territoriales a enfrentarse por el control del comercio. La expansión colonial y el esclavismo estaban generando una enorme riqueza en el entorno del Atlántico y el marinero era el brazo poderoso que movía aquella máquina sin aprovecharse para nada de la opulencia que creaba. Al licenciarse las flotas de guerra en 1713, una muchedumbre de marineros arrastraba su miseria por los puertos, mientras los pocos que lograban enrolarse eran vilmente explotados. En estas condiciones no faltaron los animosos capaces de amotinarse y poner en el mástil la Jolly Roger, emblema de los expropiadores de los mares. A éstos hay que sumar muchos corsarios que navegaban con patente inglesa durante la guerra y que con la paz se independizaron, aunque en un principio respetaron a ingleses y holandeses. Alguien definió la transición de corsario a pirata como “pasar de saquear para otros a saquear para uno mismo”.
En una segunda etapa de esta década de apogeo, entre 1717 y 1722, la situación se complicó aún más cuando ingleses y holandeses comenzaron a ser víctimas también de los asaltos, al tiempo que se perdía el santuario de las Bahamas que daba abrigo a los fugitivos. Esto motivó un aumento del radio de acción hasta las costas de Norteamérica e incluso el océano Índico. En esta época se incrementaron las capturas y los marineros de más bajo rango llegaron a controlar el proceso, creando una nueva forma de vida en la que más allá del botín el objetivo era perpetuar una existencia en libertad. Entre 1722 y 1726 se da la tercera etapa, la más sanguinaria, de persecución a muerte que va a marcar el final de la década de oro de la piratería.
La vida de los expropiadores del mar
En la sociedad de los bucaneros dominaban los británicos de extracción humilde, aunque no faltaban americanos ni gentes de otras partes del mundo. Los negros, relativamente frecuentes, no eran discriminados por su color, lo que no es óbice para que los piratas a veces comerciaran con esclavos. Las tripulaciones se organizaban de forma estrictamente democrática. Elegían un capitán, pero después de sufrir tantas tiranías, rehusaban conceder demasiado poder a un solo hombre, con la excepción de las persecuciones y combates, cuando se obedecía sin rechistar. Se nombraba también un “segundo de a bordo”, que contrapesaba el poder del capitán y lo controlaba en representación de la marinería, además de dirigir los abordajes y garantizar justicia en el reparto del botín.
La mayor autoridad del bajel pirata residía en el “consejo común”, en el que todos los tripulantes podían expresar sus opiniones y las decisiones que se tomaban democráticamente eran soberanas. Allí se acordaba todo sobre la vida del navío y se elegían los mandos. La división de lo capturado se hacía según los estatutos de cada barco y las cuotas variaban entre dos partes para el capitán y el segundo y una parte para el marinero sin rango ni especialización. Se comía y bebía en abundancia, y el estado de ánimo que mejor caracterizaba a una tripulación pirata, según declararon los que convivieron con ellas, era la felicidad, aunque los excesos etílicos causaban peleas y desastres.
Otro cometido bien reglamentado en aquella sociedad era la administración de justicia. Las faltas más graves, como desertar en combate, traer a bordo “un chico a una mujer” o “entrometerse con una mujer prudente en una presa”, podían originar una condena a muerte. Otra pena para delitos graves era el abandono en una isla desierta. Era proverbial la generosa asistencia de los “tigres del mar” a aquellos de los suyos que quedaban impedidos.
En el combate que seguía si un buque se negaba a rendirse, podía izarse la bandera roja o “sangrienta”, que indicaba que no se admitiría ni daría cuartel. En los casos en que se hacían prisioneros, se les ofrecía la posibilidad, frecuentemente aceptada, de unirse a sus captores. No obstante, a partir de 1722, hubo reclutamientos forzosos, que a veces terminaron en motines. Respecto a los capitanes apresados, se escuchaba a sus tripulaciones, y si eran “tipos honestos”, que no maltrataban a la marinería, eran respetados. Si por el contrario lo hacían, eran castigados, en ocasiones cruelmente, y sus buques quemados y hundidos. Rediker ve en estos comportamientos un afán justiciero que trataba de vengar los agravios cometidos de forma muy generalizada en aquella época sobre los sufridos marineros.
Las relaciones entre barcos piratas se caracterizaban por un gran sentido de comunidad y solidaridad entre las tripulaciones, aun cuando no se conocieran de nada, lo que las llevaba a forjar alianzas espontáneas. También se gozaba de una amplia red de apoyos en tierra y en mar, entre comerciantes que hacían negocios con ellos y gentes humildes que los veían como un desafío al orden imperante. La cultura pirata pudo nacer, crecer y expandirse a través de las conexiones entre tripulaciones que se indican en el libro. El gráfico que muestra la difusión del proceso puede sintetizarse en dos líneas genealógicas principales, una de ellas con centro en las Bahamas.
El análisis se completa con biografías de algunos protagonistas, como el inglés Walter Kennedy (1695-1721), que viajó a América con la misión de combatir a los piratas y la secreta intención de unirse a ellos. Después se hizo famoso por sus ataques a factorías esclavistas africanas y murió en la horca en su barrio natal londinense.
En aquel mundo dominantemente varonil no faltaron mujeres notables. Es el caso de la irlandesa Anne Bonny, nacida en 1698 y enrolada con su compañero en un barco pirata en el que destacó por su bravura. A aquella tripulación se había unido también la inglesa Mary Read, ocho años mayor que Anne y que por problemas familiares había crecido fingiendo una identidad masculina con la que se sentía cómoda. Las dos fueron capturadas en 1720 y condenadas a muerte, pero no ejecutadas porque se encontraban embarazadas. Mary murió poco después del parto, pero Anne sobrevivió, aunque no se sabe a ciencia cierta qué fue de ella. Según algunas fuentes falleció en 1782.
La brutal respuesta militar a la piratería consiguió prácticamente erradicarla a partir de 1726, con lo que el tráfico comercial y esclavista en el Atlántico pudo progresar sin mayores contratiempos, y con él la acumulación originaria del capital y su rastro de opresión y destrucción.
Más allá de la leyenda: lucha de clases
Con Villanos de todas las naciones, Marcus Rediker nos ofrece una visión sugestiva y rigurosa de un proceso en el que comúnmente el mito domina a la historiografía. Gracias a su trabajo, sabemos que los piratas eran mayoritariamente marinos pobres, que se organizaban con formas igualitarias y democráticas, y que se consideraban a sí mismos hombres honestos que buscaban justicia para el marinero común. Ésta es la imagen que es posible construir a partir de un análisis de las fuentes, pero contrasta enormemente con la de monstruos sanguinarios que se erigió para justificar su exterminio. Es evidente que los gobiernos del mundo necesitaban completar la aniquilación física calumniando a aquellos cuyo único delito fue amenazar su dominio sobre los mares y la sacrosanta propiedad.
Sin embargo, es estimulante comprobar que siempre existen grietas en el relato del poder. Rediker señala el curioso parecido entre la ilustración que aparece en la portada de una traducción holandesa de la clásica Historia de la piratería del capitán Charles Johnson y el famoso cuadro de Eugène Delacroix La libertad guiando al pueblo. Los dos retratos representan a una mujer de aspecto proletario que se dirige animosa al combate con los pechos desnudos, enarbolando en un caso una espada y en otro una bandera. No puede descartarse que el pintor francés estuviera influido por la imagen del libro, y si es así tendríamos que un emblema de la piratería sirvió para alumbrar uno de los iconos más célebres de la lucha por la libertad y la emancipación social que ha conocido el mundo moderno.
La piratería era un desafío pujante, bien estructurado y cargado de ideología libertaria e igualitaria, contra el nuevo orden capitalista que comenzaba a imponerse en el mundo. El pirata Charles Bellamy dejó clara en una ocasión la esencia expropiadora del asunto a un capitán capturado: “Los sinvergüenzas nos difaman, cuando sólo hay una diferencia, en realidad ellos roban a los pobres bajo el amparo de la ley y nosotros saqueamos a los ricos bajo la protección de nuestra propia valentía.”