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La oxidación del Estado español camina hacia una descivilización programada; hacia una sociedad asocial, empobrecida y desigual, regida por una lógica
darwiniana que genera tiburones y víctimas.
Una autoritaria estructura de poder que facilita el dominio de los más fuertes y los más astutos, que no suelen ser los más justos ni los más honrados.
Desatar lo atado, cortar el asfixiante nudo gordiano del pacto constituyente, liberar el presente de lazos del pasado, librarnos del lastre de la condicionada Transición por la losa del franquismo es una tarea pendiente. Y ante la falta de interés en abordarla por parte de los únicos agentes que reconoce la Constitución:
los partidos políticos, y en particular los que hasta hoy han gobernado, la voluntad de liberarse de ese peso sólo podía venir de la base de la sociedad, de la actitud de los ciudadanos impelidos por el deseo de cambiar las cosas. Y eso es lo que está ocurriendo en nuestros días, cuando, acuciados por las medidas contra la
recesión económica, irritados por la corrupción, asqueados por la conducta de las clases dirigentes y chasqueados por el deterioro de las instituciones, la ciudadanía está cuestionando una herencia más pesada que una losa de granito.
Durante la Transición no sólo se pusieron las bases para que se perpetuara la oligarquía económica del franquismo. También se diseñó un eficaz control político e institucional para evitar cualquier desarrollo posterior hacia la izquierda. La Constitución española
de 1978 está más destinada a pudrirse que a reformarse.