Transformar las diferencias en oposición: entrevista a Maurizio Lazzarato

El sociólogo y filósofo italiano Maurizio Lazzarato ha publicado Guerras y capital, en esta entrevista desarrolla su idea sobre una reconstrucción de las políticas revolucionarias.

Con el discurso de la guerra de fondo, en esta entrevista realizada por Anna Curcio y publicada por la revisa digital Machina-DeriveApprodi sobre su nuevo libro L'intollerabile presente, l'urgenza della rivoluzione. Classi e minoranze (2022), Maurizio Lazzarato aborda algunos de los dilemas no resueltos de la acción política revolucionaria. En particular, analiza la necesidad de repensar el concepto de clase en relación con la cuestión de la raza y el género. Recurre para ello a un archivo teórico-político heterogéneo, heterodoxo con respecto a su formación, y critica las micropolíticas de la relación y la correspondiente despolitización de las diferencias para interrogar la posibilidad de un pensamiento estratégico capaz de transformar las diferencias en oposición.

La entrevista, que se desarrolla siguiendo los nodos temáticos propuestos por el título de su nuevo libro, se abre hablando del momento presente: ¿qué es lo que hace nuestro presente intolerable?


Guerras y revolución

En una serie de artículos recientes publicados en Machina-DeriveApprodi, has hablado de la guerra, un tema que en el libro actúa como proscenio de la “catástrofe que se anuncia”, enunciado de este presente intolerable. ¿Qué relación existe, más allá de la evidencia de la situación en Ucrania, entre la guerra y el presente?
En 2016, junto con Eric Alliez, hemos publicado Guerres et capital —en castellano (2022) Guerras y capital; en inglés (2018), Wars and capital— para recordar y recordarnos lo que parecía que durante los últimos cincuenta años habíamos olvidado: que no hay capital sin Estado y sin guerra entre Estados y sin guerras de clase, de raza y de sexo. Con la Primera Guerra Mundial, las guerras cambiaron radicalmente, porque se interrelacionado estrechamente con el capital. La guerra civil europea del siglo XIX se convierte en la “guerra civil mundial” que, tras cuatro siglos de explotación, liberará a los “pueblos oprimidos” del colonialismo, mientras que la guerra de Clausewitz (impuesta por Napoleón como consecuencia de la Revolución Francesa) se convierte en “guerra total”, tanto militar como no militar, lo cual supone la implicación de combatientes y no combatientes, de la economía y de la sociedad, de la ciencia y de la tecnología.

La economía y la guerra no se oponen, como creía el liberalismo del siglo XIX, sino que son dos caras de la misma moneda, como se observa en la guerra actual. La acción económica —el bloqueo de los dispositivos financieros, las sanciones, los aranceles, los embargos a las materias primas y a la importación de alimentos, que en Iraq causaron la muerte estimada de 500.000 niños y niñas iraquíes, cifra tal vez exagerada, pero que la responsable de esta masacre, la “criminal de guerra” Madeleine Albright, nunca ha desmentido— y la acción armada son complementarias y se integran entre sí.

Guerres et capital no era más que la primera parte de una obra que incluía, como su opuesto, la revolución. La guerra y la revolución son los dos grandes procesos reprimidos y cancelados por parte de los movimientos políticos posteriores a 1968, que han convivido, salvo pocas excepciones, con una idea pacificada del capitalismo, con la ilusión de que los movimientos podían desarrollarse sin enfrentarse a la naturaleza destructiva y belicista de la máquina bicéfala Estado-capital. Se trataba de un análisis concentrado en la “producción” ampliada, entendida esta en todos los sentidos (libidinal, afectivo, pulsional, cognitivo, neuronal, etcétera), en sí mismo necesario y útil, pero desvinculado de las luchas de clases, del imperialismo y de la guerra; de un análisis concentrado de modo excesivo en las formas de vida, en el cuidado de sí mismo (individual y colectivo), desvinculadas estas, sin embargo, de la necesidad de una lucha global para derrotar a la máquina Estado-capital, que nos ha llevado a la impotencia actual. La negativa a considerar la guerra y las ilusiones que de ello se derivan son consecuencias de la eliminación del concepto de clase, que ha sido sustituido por el de “minorías”, “multitudes” o “población”, conceptos todos ellos que muestran su debilidad cuando el ciclo del capital termina como empezó, esto es, con la guerra y las guerras civiles.

Para discutir de la urgencia de la revolución, en el primer capítulo del libro recuerdas el título de un documento político muy debatido en Italia tras la conclusión el ciclo político de la década de 1970, “Do you remember revolution?”, para afirmar que “la pregunta no suscitó respuesta alguna”. La revolución ha desaparecido del horizonte de posibilidad de la política, asfixiada en la contrarrevolución neoliberal, reabsorbida en el juego de suma cero del capitalismo contemporáneo. ¿Cuál es hoy en día la urgencia de volver a poner la revolución a la orden del día? Y cambiando de perspectiva, ¿cuáles son las urgencias, esto es, los nodos sin resolver, de la revolución?
Fueron la revolución y su dinámica mundial, implantadas en el este y en el sur del planeta, las que también hicieron posible que las luchas por los salarios y el bienestar tuvieran éxito en los países desarrollados. En el libro sustituyo la consigna operaista “primero la clase, después el capital” por otra que me parece más acertada y realista: “Primero la revolución, después el capital”.

Fue la revolución la que, ligándose al capitalismo como tal, y no a una relación de poder específica y particular (de clase, racial o sexual), dotó de fuerza también a los conflictos micropolíticos. Una vez derrotada esta dinámica, todas las luchas se debilitaron. Los espacios de movilización en la medicina, en la psiquiatría, en todas las relaciones micropolíticas se redujeron hasta desaparecer. El espacio ocupado por estas luchas no ha quedado vacío, sino que ha sido llenado por la contrarrevolución. La máquina Estado-capital recuperó todo lo que se había visto obligada a ceder bajo la presión de la revolución mundial. Y luego vino la guerra que blindó toda posibilidad de acción política y difundió un delirio guerrero, que pretendía movilizar las energías psíquicas de la sociedad (otra característica de la guerra 'total' que todavía funciona hoy) para construir las subjetividades de la guerra.

No sé si es posible otra revolución, pero si no reconstruimos una política que recupere esta dinámica, seguiremos siempre a la defensiva, siendo incluso incapaces de mantener posiciones defensivas. Creo que oponer la lucha general contra la máquina Estado-capital a las luchas locales y micropolíticas, que conciernen a relaciones de poder específicas, bien representadas por el punto de vista de Michel Foucault, fue un enorme error político. El filósofo francés exhortó a “apartarse de todos aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales” y, por el contrario, a concentrarse en “las transformaciones, incluso parciales [...], que conciernen a nuestras formas de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, a las relaciones entre los sexos, a la forma de percibir la locura o la enfermedad”.

Una vez destruidos los proyectos globales y radicales, nuestros modos de ser y de pensar micro se vieron fuertemente perturbados. De hecho, estos no parecen haberse beneficiado de las “transformaciones parciales”, mientras el espacio del conocimiento y de la vida ha sido ocupado por un conformismo, una vulgaridad y un egoísmo que tienden continuamente a desbordarse en nuevas formas de fascismo, racismo, sexismo y guerra. La cuestión de la enfermedad se ha transformado en una industria de la salud y la locura ha vuelto a ser una condición de marginación, después de que un siglo de revoluciones hubiera creado las condiciones para extirparla de la indigencia. La oposición entre transformaciones parciales y transformaciones radicales y globales, entre revolución política y revolución social, entre micropolítica y macropolítica, es una ilusión que no se sostiene a la luz de la historia de los últimos cincuenta años. Es la causa fundamental de la miseria política e intelectual de nuestro tiempo. Se ha producido una especie de despolitización del capitalismo en la que la guerra ha desaparecido.

La posición de extrema debilidad de los movimientos políticos contemporáneos se manifiesta en su incapacidad para politizar la violencia de la guerra. El parangón con las posición políticas adoptadas por los revolucionarios de hace sólo un siglo es despiadado. Para ellos, la guerra era el punto de partida y de llegada del desarrollo de la máquina Estado-capital en general y de cada ciclo de acumulación en particular. El capitalismo es un conjunto de relaciones de poder, que se ejerce a escala global y social tanto en el ámbito micro como en el macro. Esta dimensión general no puede dejarse de lado. Es la guerra la que nos la impone, para quienes lo hayan olvidado.

Clases y minorías

El subtítulo del libro indica lo que, sobre todo, me gustaría discutir contigo: las 'clases', en plural, en relación con las 'minorías'. Las clases de las que hablas no son marxianamente la burguesía y el proletariado, sino la clase de las mujeres y la clase de los hombres, la clase de los blancos y la clase de los no blancos, todo ello incluido en una relación que trasciende la dialéctica capital-trabajo y en la que las 'minorías', que como precisas, trayendo a colación el manifiesto del Combahee River Collective, “no excluyen las clases”, sino que actúan transversalmente a través de la clase.
Esta idea de una relación entre clases en plural es explícitamente interrogada por una de las diez hipótesis que urden la trama del libro, la “hipótesis de los diferentes modos de producción”, anticipada por la “hipótesis de la refundación del concepto de clase”. Ahora bien, aunque estoy totalmente de acuerdo en la necesidad de repensar el concepto de clase, que hemos heredado de la tradición marxista y obrera (incluida la operaista), por su incapacidad de leer, como han señalado la crítica feminista y el pensamiento negro radical, las formas de explotación del capitalismo contemporáneo y la articulación más compleja de los espacios de subjetivación política revolucionaria, me sorprende la hipótesis de una multiplicidad de modos de producción, sobre todo si, como bien señalas, las minorías, es decir, los sujetos que experimentan relaciones de minoría, actúan transversalmente respecto a la clase. ¿A qué te refieres más precisamente cuando postulas “diferentes modos de producción” y cuáles son estas “clases”?

Después de la Segunda Guerra Mundial, el mayor problema con el que se ha encontrado la revolución ha sido la cuestión de la multiplicidad de clases y sujetos políticos. Si bien esta cuestión ya surgió con la conquista de América, únicamente en el siglo XX los procesos de subjetivación de las mujeres y de los colonizados afirman su autonomía frente al movimiento obrero. Esta multiplicidad estaba en el centro de las teorías críticas de las décadas de 1960 y 1970 (de las minorías a las que se referían Deleuze y Guattari, a las “contraconductas” de Foucault, pasando por la multiplicidad de singularidades de la “multitud” teorizada por Negri y Hardt): un paso adelante respecto al marxismo, pero también muchos pasos atrás, porque todas estas conceptualizaciones implicaban la eliminación del concepto de clase (y en consecuencia, repito, del concepto de guerras entre Estados y de las guerras de raza, sexo, clase).

En contra de esta tendencia, el feminismo materialista francés, siguiendo la definición marxiana del capital como relación social, ha pensado la relación de poder de los hombres sobre las mujeres como una relación de clase, una “relación social de sexo”. No se trata sólo, como dice Fanon, de “estirar” el concepto para incluir a las mujeres y a los colonizados. La ampliación del concepto de clase socava su homogeneidad, porque las clases están formadas por minorías (por una multiplicidad de minorías). Las clases son a la vez unidad y multiplicidad: la clase obrera contiene minorías sexuales y raciales, la clase de las mujeres contiene a su vez otra multiplicidad (mujeres ricas y pobres, blancas, negras, indígenas, heterosexuales, lesbianas, etcétera). La unidad de la clase nunca puede ser totalizadora, porque siempre es un juego de oposiciones y alianzas con “minorías”, que también se organizan en unidades de la misma naturaleza. La diferencia con otros feminismos es radical: mientras las feministas partidarias del salario doméstico afirman que las mujeres pertenecen a la “clase obrera”, las feministas materialistas, en cambio, postulan la existencia de varias clases específicamente explotadas y dominadas de modo específico. Este concepto de “clase” me permite criticar la política identitaria en la que siempre están dispuestos a caer los distintos movimientos políticos contemporáneos: la clase de las mujeres, como la clase obrera en Marx, sólo tiene éxito en su revolución, si conduce a su abolición como clase; su éxito está garantizado por la desaparición del sometimiento “mujer”. Es importante tener en cuenta, no obstante, que las modalidades de sometimiento de las mujeres pasan por el género, al igual que los sometimientos de los no blancos pasan por la raza y, por lo tanto, producen subjetividades heterogéneas a las de los trabajadores. Este feminismo, que también expresa un gran distanciamiento de la teoría de la “diferencia sexual” italiana, no pretende afirmar la heterogeneidad de la mujer, sino abolir la relación hombre/mujer, es decir, suprimir también la clase de los hombres, “no mediante una práctica genocida, sino política”.

Para tratar de entender algo en esta multiplicidad, en lugar de exaltarla girando en el vacío como hacen muchos, he tratado de articular los conceptos de clase y minoría conjuntamente, retomando las posiciones del Combahee River Collective, que me parecen muy importantes en este sentido. Estas feministas y lesbianas negras mantienen unidas la acción de las clases y la acción de las minorías: los dualismos capital/trabajo, hombres/mujeres, blanco/racial son dualismos de clase, son reales y hay que desentrañarlos. No pueden eludirse, sino que hay que abordarlos frontalmente. Lo que cambia es el modo de abordarlos.

En cuanto a los 'modos' de producción, el propio Marx habló de relaciones de poder 'arcaicas', procedentes de modos de producción anteriores, como el trabajo doméstico y el patriarcado, que el desarrollo del capitalismo habría superado (Engels y Lenin dixerunt). Lo cual nunca ha ocurrido, porque los dualismos raciales y sexuales, que son relaciones de poder no específicamente capitalistas, se han reproducido e incluso profundizado. La guerra actual los intensifica aún más. En realidad, el capitalismo es la hibridación de una multiplicidad de relaciones de poder, de diferentes modos de producción, de diferentes modos de sometimiento. El capitalismo no es una relación de poder pura (capital/trabajo), ni es una relación que se purifica en el curso de su desarrollo para llegar a la confrontación decisiva entre las dos clases. Esta ha sido una ilusión perniciosa en la que cayó el marxismo. Incluso en presencia de un alto desarrollo de las fuerzas productivas, se reproducen relaciones de poder, de temporalidad y de subjetivación que no son directamente asimilables a la relación capital, aunque el capital las capte, las explote y las domine.

La definición más pertinente de estas multiplicidades la dio Ernst Bloch: “La contemporaneidad de lo no contemporáneo”, que sólo menciono en el libro sin desarrollarla como merece, con la que intenta explicar el éxito del nazismo y la derrota del marxismo en Europa. La idea es la de diferentes grupos sociales que viven en el mismo mundo (la Alemania de entreguerras), pero no en el mismo tiempo; el mismo mundo (el capitalismo) abarca diferentes temporalidades y relaciones de poder, diferentes formas de vivir y trabajar (no 'contemporáneas'). El tiempo del capital, incluso en una situación de gran desarrollo de las fuerzas productivas como la registrada en la Alemania de aquellos años, no puede subsumir todos los tiempos, todas las formas de vida, ni la totalidad de los imaginarios y de las subjetividades, ni quiere hacerlo, porque su poder y sus beneficios se basan precisamente en estos 'diferenciales'. Bloch pone el ejemplo de tres grupos sociales (los campesinos, los jóvenes de clase media y los grupos sociales en proceso de desclasamiento) a los cuales no se puede hablar como a los trabajadores de las fábricas, porque tienen 'culturas', lenguas, modos de vida y prácticas de trabajo diferentes. Los nazis encontraron un vocabulario, unos signos, un imaginario para mistificar y al mismo tiempo organizar su 'malestar'. El gran etnólogo y estudioso de las religiones Ernesto De Martino dice lo mismo respecto del sur de Italia y del mundo. La 'cultura', las formas de vida, las costumbres, las creencias, el trabajo de estas clases no son reducibles a la límpida pureza de la relación capital/trabajo.

En el libro intento mostrar cómo los revolucionarios del Sur global han readaptado, en la primera mitad del siglo XX, la teoría marxista a su situación (campesina) con gran éxito (hicieron sus revoluciones). En la segunda mitad del mismo siglo la cosa se hizo más difícil. Los colonizados y las mujeres, cuyo sometimiento y modos de dominación y explotación no son directamente reconducibles a la relación capital/trabajo, reivindicaron su plena autonomía respecto al movimiento obrero, precisamente porque éste no tenía en cuenta ni la especificidad de su explotación y de su condición de dominados, que pasa por la raza y el género, ni los modos de subjetivación y organización, que no pueden coincidir con los del movimiento obrero.

Reivindicar la propia autonomía respecto del movimiento obrero y del marxismo, como hicieron las mujeres y los colonizados en la segunda mitad del siglo XX, no significa, sin embargo, situarse fuera de las relaciones capitalistas, es decir, más allá de la dialéctica capital/trabajo (que, sin embargo, no resuelve la condición y la contradicción de estos sujetos). Si es cierto que el trabajo ya no es suficiente para explicar la clase, es igualmente cierto que despojarse de la clase significa abrirse a las derivas identitarias y a la captura capitalista de las diferencias, como vemos estos días. En realidad, como escribes a raíz de la reflexión del Combahee River Collective, “el capitalismo funciona integrando opresiones”. Ernst Bloch, a quien retomas, nos recuerda que el capitalismo integra diferentes temporalidades, pero los “diferentes modos de producción” de los que hablas no remiten, o no lo hacen necesariamente, a diferentes temporalidades, sino de hecho a diferentes relaciones sociales, que se hallan, sin embargo, dentro del mismo modo de producción: el capitalismo.

No soy yo quien ha separado los modos de producción, fueron los movimientos de posguerra los que forzaron la ruptura con el movimiento obrero, con los partidos comunistas. Intento comprender lo que significa reivindicar la autonomía de organización, de decisión, de elección política por parte de las mujeres y de los colonizados. Querían separarse debido a las limitaciones teóricas y políticas del movimiento obrero y del marxismo. La ruptura debe interpretarse como una oportunidad para superar la derrota que la revolución mundial sufrió durante las décadas de 1960 y 1970, cuando el concepto de lucha de clases (capital/trabajo) en singular, mostró todos sus límites.

Del trabajo del feminismo materialista y del Combahee River Collective extraigo la idea de que las relaciones de clase son simultáneamente dualistas y múltiples, siendo todas ellas capturadas y explotadas por la máquina Estado-capital. A continuación, añado que los dualismos raciales y sexuales tienen la misma importancia que los dualismos capital/trabajo, y ello tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político. Además, estos dualismos expresan la oposición existente entre las clases, estando estas diferentes clases compuestas por minorías en cooperación/conflicto entre sí. La multiplicidad conflictiva de las minorías presentes en el seno de la clase siempre ha existido. Ha habido y sigue habiendo profundas diferencias políticas y estratégicas en el seno de feminismo entre las feministas negras y las blancas, entre las mujeres heterosexuales y las lesbianas. Aimé Cesaire abandonó el Partido Comunista Francés en la década de 1950, porque reclamaba para los negros su propia organización, su propia política. Incluso hoy, en Francia, los militantes decoloniales se separan de las organizaciones de la izquierda blanca. Es esta dialéctica la que me interesa.

La clase obrera se opone al capital según una lógica dualista, pero para ser eficaz debe componerse con una multiplicidad de diferencias (raciales, sexuales). Análogamente, la clase de las mujeres se opone a los hombres de forma dualista, pero esta oposición está formada por una multiplicidad (mujeres blancas, negras, ricas, proletarias, lesbianas, heterosexuales), que hay que comprender y organizar. Sin embargo, como sostienen las feministas del Combahee River Collective, el capital es un conjunto de relaciones de poder (hombres/mujeres, blancos/racializados, capital/trabajo), un conjunto de modos de producción y un conjunto de subyugaciones. Ninguna clase puede pretender liberarse sola: la revolución obrera, la revolución de las mujeres, la revolución de los racializados son imposibles, porque cada una de estas luchas ataca sólo una de las relaciones de poder (sexual, racial, económica). La multiplicidad de la explotación y de la dominación exige luchas y formas de organización específicas, pero éstas no pueden en ningún caso cerrarse sobre sí mismas. Si se limitan a su propia especificidad, corren el riesgo de no lograr ni siquiera su propia liberación (véase el Tribunal Supremo de Estados Unidos, que ha anulado la libertad de elección de las mujeres en materia de aborto). Si se ataca sólo en un frente (feminismo, racismo, clasismo), la máquina Estado-capital resiste recuperando, poco a poco, los espacios de libertad y las conquistas de los diferentes movimientos. La autonomía de las luchas de las mujeres y de los racializados y racializadas es necesaria, pero no debe constituir un fin en sí misma.

Las clases contemporáneas no pueden actuar como la clase obrera histórica, porque deben tener en cuenta la política y la organización de las minorías. No pueden pretender convertirse en sujetos revolucionarios universales, ni pueden pretender constituir una subjetivación hegemónica. Los sometimientos, al igual que las subjetivaciones, son múltiples y neutralizan cualquier intento de constituir un sujeto mayoritario. El declive del partido y de las formas de organización centralizadas (e identitarias) del movimiento obrero se debe a la aparición de estas clases y minorías, que el marxismo sólo podía considerar como contradicciones secundarias subordinadas a la lucha capital/trabajo.

Los dualismos hombre/mujer y blanco/racializado impiden la reproducción de una simplificación comparable al enfrentamiento “final” entre capitalistas y trabajadores, capaz de llevar la hostilidad a los extremos (dualismo de poder). Esta simplificación, si bien es necesaria para vencer a la máquina Estado-capital, ya no es alcanzable por una sola clase en las formas que el marxismo había teorizado. El modo de acción de la máquina Estado-capital no se caracteriza por la homogeneización, sino por la diferenciación de las relaciones de poder, de los empleos, de los sometimientos. No es cierto que el capital opere pasando sistemáticamente de la subsunción formal (explotación de las relaciones productivas y de poder precapitalistas) a la subsunción real (explotación de las relaciones productivas y de poder modeladas según los métodos del capital). Por el contrario, el capital produce subdesarrollo, trabajo no asalariado, trabajo gratuito. Al mismo tiempo que valora el trabajo abstracto, el capital debe necesariamente crear (o encontrar) trabajo no abstracto. Retomando la teoría del trabajo gratuito de Jason W. Moore, podríamos afirmar que si sólo hubiera trabajo abstracto, si la subsunción real procediera inexorablemente, la tasa de beneficio estaría destinada a caer.

La globalización produce y reproduce diferenciación para mantener altas las tasas de beneficio. El patriarcado, el trabajo doméstico, la heterosexualidad no fueron inventados por el capital, pero el capital los integra en su modo de explotación, creando una hibridación que modifica ciertos aspectos, mientras conserva su forma arcaica (neoarcaísmo, dicen felizmente Deleuze y Guattari). Por esta razón, el racismo y el sexismo, en lugar de ser superados por las relaciones propiamente capitalistas, son dispositivos fundamentales de la gestión de la nueva división interna entre el Norte y el Sur, son instrumentos de control del trabajo libre y de las subjetividades que lo dispensan. El Estado francés oculta esta realidad bajo la hoja de parra del laicismo y la oposición entre civilizaciones. En realidad, el racismo y el sexismo son dispositivos de clase.

Ahora bien, el problema es que esta multiplicidad articulada en clases y minorías no ha encontrado todavía una estrategia para afirmarse como multiplicidad que niega, al mismo tiempo, la máquina Estado-capital. De este último enfrentamiento se sale vencedor o perdedor, no hay reformismo que valga, lo cual también ha sido constatado y confirmado por estos cincuenta años de contrarrevolución. La guerra demuestra claramente la debilidad política de los movimientos. Corren el peligro de ser aplastados, de no desempeñar ningún papel en el naciente nuevo orden mundial, porque, a diferencia de los movimientos del siglo XX, no tienen ninguna estrategia global para vencer al capital.

Diferencias y oposición

En la última parte del libro, retomando la conocida expresión de Carla Lonzi, apelas a la idea de un “sujeto imprevisto”, que sabría medirse en esta relación estratégica entre clases y minorías. Es un sujeto “imprevisto”, porque es capaz de dar vida simultáneamente a la negación y a la afirmación, que sabe hacer de la diferencia de la que la minoría es expresión una oposición (más allá de la afirmación). Un sujeto que enuncia la diferencia y la niega al mismo tiempo. No basta con una o la otra: “Una vez reconocidas las oposiciones y las “diferencias”, [...] estas deben convertirse en una coalición contra el enemigo exterior común”.
La cuestión es crucial. Como muestras en el libro, las diferencias, al igual que las minorías, no son siempre ni necesariamente oposición. Cómo hacer de las diferencias una oposición, cómo sustraer las diferencias a la captura del capital, sigue siendo el meollo político en la actualidad.

Las diferencias deben convertirse en oposiciones. Debemos trabajar políticamente para que se conviertan en antagonistas, de lo contrario se mostrarán impotentes. En el fondo de los sujetos políticos está la oposición. Dada la multiplicidad de la composición de las clases, por su heterogeneidad, el sujeto político ya no está dado (no basta con pasar del sujeto en sí al sujeto para sí como sucedía con la clase obrera), sino que se trata de un sujeto imprevisto en el sentido de que debe ser inventado, construido. No preexiste a la acción de su realización, a la estrategia que lo hace surgir. La dificultad radica en componer esta multiplicidad y en llevar a cabo al mismo tiempo una lucha para superar el capitalismo. Se requiere un doble pensamiento estratégico, para la multiplicidad y para el dualismo de poder que esta última debe establecer con la máquina Estado-capital.

Las clases dominantes, al igual que las clases oprimidas, se relacionan entre sí mediante estrategias de dominación o de liberación. Es imposible encerrar su acción en un todo, en un sistema, en una estructura, porque son relaciones de poder contingentes, provisionales, precarias, abiertas a la iniciativa política, a la acción. La estrategia no es un proyecto ni un programa, sino una técnica inmanente a las luchas. No es puesta en acción por un sujeto soberano, que precede a su aplicación, porque esta es una condición de su aparición. La dinámica de su constitución es el rechazo, la oposición, la negación política de su enemigo. En el capitalismo, las diferencias no desencadenan un proceso de diferenciación mediante el cual la diferencia se diferencia ulteriormente, como cree ingenuamente cierta filosofía. Por el contrario, las diferencias se polarizan y se oponen con tal intensidad que, al final del ciclo de acumulación, esta desemboca en la guerra.

La inmanencia del capitalismo con respecto a las luchas está ligada a la exaltación por parte de las teorías críticas de la diferencia como alternativa política a la oposición y a la crítica de lo negativo que se deriva de ella. La diferencia sería una afirmación absoluta que no precisa de ningún negativo. Me parece, por el contrario, que la acción política es imposible sin negación, sin rechazo, sin oposición. Por supuesto, lo negativo no debe ser visto a través de las gafas de la dialéctica hegeliana, sino que la negación debe ser afirmada. Se trata de sustituir el pensamiento dialéctico por el estratégico en el que lo negativo nunca puede ser “superado dialécticamente”, sino a través de un enfrentamiento, de una lucha que no contiene su veredicto de antemano como querría la filosofía de la historia.

La guerra es un ejemplo perfecto de enfrentamiento no dialéctico, porque no hay una filosofía de la historia que pueda decidir la victoria o la derrota. El resultado de la guerra depende del “azar” de las relaciones de poder, de la capacidad de construirlas, de gestionarlas, de imponerlas.

Siempre es la oposición la que interrumpe el progreso de la máquina Estado-capital, nunca la diferencia. Las diferencias nunca amenazan a los poderes establecidos. Incluso podría afirmarse lo contrario. El capital fomenta las diferencias “negativas”, como el racismo y el sexismo, y estimula la producción de las diferencias “positivas” necesarias para el consumo y la producción. Lo que amenaza al capital es siempre la transformación de las diferencias en oposiciones. Si no efectúan esta transición, las diferencias serán eliminadas por las guerras y por los fascismos.