¿Por qué la guerra? — La coyuntura económico-político-militar

Maurizio Lazzarato
Machina Derive Approdi / A este lado del mediterráneo
02/10/2024

El fracaso económico y político de EEUU
Un doble proceso, político y económico, contradictorio y complementario, está en acto: el Estado y la política (estadounidenses) consolidan con fuerza su soberanía a través de la guerra (también civil) y el genocidio. Al mismo tiempo, muestran su completa subordinación al nuevo rostro que el poder económico asumió tras la dramática crisis financiera de 2008, promoviendo una financiarización inédita, igual de ilusoria y peligrosa que aquella que produjo la crisis de las hipotecas subprime. La causa del desastre que nos ha llevado a la guerra se ha convertido en la nueva medicina para salir de la crisis: una situación que solo puede traer más catástrofes y más guerras. Resulta así fundamental realizar un análisis de lo que está ocurriendo en Estados Unidos, corazón del poder capitalista, ya que es precisamente en su seno, su economía y su estrategia de poder donde han tenido inicio todas las crisis y todas las guerras que han convulsionado al mundo y que aún siguen devastándolo.

El núcleo del problema se encuentra en el fracaso del modelo económico y político de EEUU, lo cual le empuja necesariamente a la guerra, el genocidio y la guerra civil interna, por ahora solo reptante, pero que se ha materializado ya una vez en el Capitolio, hacia el final de la presidencia de Donald Trump. La economía americana habría tenido que declararse en bancarrota desde hace tiempo, si se le aplicaran las mismas reglas que se les aplican al resto de países. A finales de abril de 2024 la deuda pública total, denominada «Total Treasury Security Outstanding», esto es, la suma de las distintas obligaciones y títulos de deuda pública, alcanzaba los 34,62 billones de dólares. Doce meses antes, dicha cifra era de 31,46 billones. Así, en un año, la deuda pública ha aumentado en 3,16 billones de dólares, cantidad casi equivalente al nivel de deuda pública de Alemania, la cuarta potencia económica mundial. Pero es su progreso exponencial lo que hoy está completamente fuera de control: un aumento de un billón de dólares cada cien días. Actualmente, estamos ya en un billón cada sesenta días.

Si existe una nación que vive gorroneando al mundo entero, ese es EEUU. El resto del mundo paga sus deudas (los locos gastos del «american way of life», de los que, evidentemente, solo una parte de los estadounidenses se beneficia, junto con su enorme aparato militar), de dos formas principales. Por un lado, EEUU ejerce, a través del dólar, la mercancía más intercambiada del mundo, un señoreaje sobre el resto del planeta, porque su moneda nacional funciona como moneda de intercambio internacional, permitiéndole así endeudarse como ningún otro país es capaz de hacer. Tras la crisis de 2008, EEUU encontró un segundo sistema para descargar los costes de la deuda sobre el resto de países: a través de una reorganización de las finanzas. Los capitales (sobre todo de sus aliados y, entre ellos, principalmente Europa) son transferidos a EEUU para pagar las crecientes tasas de interés sobre la deuda, gracias a los fondos de inversión. Tras la crisis financiera se ha ido constituyendo una concentración de capitales, gracias a quince años de quantitative easing (liquidez a coste cero), llevada a cabo por los bancos centrales, lo cual ha determinado un monopolio de dimensiones jamás conocidas por el capitalismo. Con la ayuda política de las Administraciones Obama y Biden, un grupo muy restringido de fondos de inversión estadounidenses posee activos (es decir, recogida y gestión del ahorro) por valor de entre 44 y 46 billones de dólares. Para hacernos una idea de lo que significa esa centralización monopolista, basta compararla con el PIB de Italia —2 billones de dólares— o con el de la Unión Europea —18 billones. Los «Big Three», como se denomina a los tres fondos más importantes, Vanguard, Black Rock y State Street, constituyen, de facto, una única realidad, ya que las propiedades de estos fondos se cruzan entre sí y son de difícil atribución.

La fortuna de este «hipermonopolio» se ha construido sobre la destrucción del Estado social. Para disfrutar de pensiones, Sanidad, Educación y cualquier otro tipo de servicio social, la poblacion estadounidense está obligada a contratar seguros de todo tipo. Ahora les toca a Europa y al resto del mundo occidental (pero también a la América Latina de Milei) ponerse en manos de los fondos de inversión, a ritmo de desmantelamiento de los servicios sociales (el salario indirecto garantizado por el Estado del bienestar se transforma así en gravamen, coste y gasto que cada individuo debe asumir para garantizar su propia reproducción). EEUU tiene un doble interés en que prosiga y se intensifique el desmantelamiento del Estado del bienestar a nivel mundial: económico, porque induce a invertir en títulos de fondos de inversión (que a su vez sirven para comprar bonos del tesoro, obligaciones y acciones de empresas estadounidenses) y político, porque la privatización de servicios públicos significa individualismo y financiarización del individuo, que de trabajador o ciudadano pasa a ser un pequeño operador financiero (y no «empresario de sí mismo», como reza la ideología dominante). También las políticas fiscales convergen en el proyecto de anular el Estado social. No se obliga a pagar impuestos ni a los ricos, ni a las empresas, y se anula la progresividad fiscal. Así, no hay recursos para el gasto social y, consecuentemente, se promueve la contratación de pólizas privadas que acabarán en los fondos de inversión. El proyecto de destruir todo aquello que ha sido concedido gracias a doscientos años de luchas se está finalmente cumpliendo.

Los ahorros estadounidenses ya no bastan para alimenar el circuito de las rentas, motivo por el cual los fondos están asaltando los ahorros europeos. Por ejemplo, los 35 billones de dólares que Enrico Letta [exprimer ministro italiano por el Partido Democrático y recientemente nombrado decano del IE New York College de Madrid, N. del T.] querría destinar a un gran fondo de inversión europeo funcionarían según esos mismos principios: producir y distribuir rentas, dando forma a las mismas y enormes diferencias de clase que encontramos en EEUU. La razón del rápido e increíble empobrecimiento de Europa hay que buscarla en la estrategia económica llevada a cabo por el aliado americano. La brecha negativa con Estados Unidos ha pasado del 15% en 2002 al 30% actual. Cuánto más se deja robar Europa, más se hacen otanistas, belicistas y mansamente favorables a quien las está marginando de forma dramática sus clases políticas y mediáticas, empujándolas a la guerra contra Rusia (que, por otro lado, ni siquiera son capaces de sostener). Los Estados europeos han sustituido a China y el Este asiático en la compra de bonos ordinarios del tesoro estadounidense y, prosiguiendo con la demolición del Estado social, obligan a la población a contratar pólizas de seguros que acaban en las cuentas de los fondos de inversión. De esta forma, el euro se transforma en dólar, salvando así la dolarización de la amenaza del rechazo del Sur a someterse al dominio de la moneda estadounidense.

Esta transferencia de riqueza atañe también a América Latina, donde Milei está en la vanguardia de la nueva financiarización que aspira a privatizarlo todo. El neofascismo de Milei es un laboratorio para adaptar localmente las técnicas de rapiña estadounidenses ya adoptadas en Europa, Japón y Australia, pero también en las economías más débiles. Lo que encarna Milei no es el fascismo clásico, sino el nuevo fascismo «libertario» de las rentas y los fondos de inversión, una copia ideológica barata del fascismo nacido en las «innovadoras» empresas de Silicon Valley. Como decía Kissinger: «Ser enemigo de EEUU puede ser peligroso, pero ser su amigo resulta fatal». Esa enorme liquidez ha permitido a los fondos adquirir, de media, el 22% de todo el listín de Standars&Poors, que incluye a las primeras 500 empresas que cotizan en la bolsa de Nueva York. Los fondos ya están presentes en las empresas y bancos más importantes de Europa (especialmente en Italia, donde las primeras son malvendidas a ritmo acelerado) y sus especulaciones prácticamente deciden la suerte de la economía, orientando las decisiones de los «emprendedores».

Hay quien ha delirado sobre la autonomía del proletariado cognitivo, sobre la independencia de la nueva composición de clase. Nada más lejos de la realidad. Aquellos que deciden dónde, cuándo, cómo y con qué fuerza de trabajo producir (asalariada, precaria, servil, esclavizada, femenina, etc.) son, una vez más, los que poseen los capitales necesarios, los que poseen la liquidez y el poder para hacerlo (hoy, claramente, los «Big Three»). Sin duda no lo decide el proletariado más débil de los dos últimos siglos. Lejos de la autonomía y la independencia, la realidad de clase es subordinación, subyugación y sumisión, como jamás había ocurrido en la historia del capitalismo. Ser «trabajo vivo» es una desgracia, porque se trata siempre de trabajo dirigido desde arriba, como el de mi padre y mi abuelo. El trabajo no produce «el» mundo, sino «el mundo del capital» que, hasta prueba contraria, es algo muy distinto: un mundo de mierda. El trabajo vivo puede conquistar autonomía e independencia solo a través del rechazo, la ruptura, la revuelta y la revolución. Sin todo ello, se trata únicamente de impotencia asegurada.

El enfrentamiento intestino contra el capital financiero estadounidense
Luca Celada, en un artículo publicado en DinamoPress, cita a Robert Reich, definiéndolo «progresista» por haber sido ministro del gobierno Clinton quien, como buen democráta, intensificó la financiarización (y la consiguiente destrucción del Estado del bienestar), además de excavar abismales desigualdades de clase, construyendo sólidos cimientos para el desastre del 2008, origen de las actuales guerras. La acción de Musk y Thiel, empresarios de Silicon Valley y aliados de Trump, es vista como la amenaza de un nuevo monopolio, mientras que no se toma demasiado en consideración la centralización inédita de poder de los fondos de inversión, que desde hace quince años hacen y deshacen a voluntad, con la complicidad activa de los demócratas, creando conjuntamente las condiciones para la próxima catástrofe financiera.

«Quizás no totalmente por casualidad “la entrada en política” de los magnates del silicio ha coincidido con los primeros síntomas de una vigorosa acción reguladora por parte de la administarción Biden-Harris, incluidos los primeros auténticos procesos legales antimonopolio contra colosos como Google, Amazon y Apple, promovidos por la presidenta de la Federal Trade Commission, Lina Khan (cuyo trabajo de fin de carrera se centró en el monopolio de Amazon) y el igualmente aguerrido asistente del ministro de Justicia, Jonathan Kanter. Así, no resulta quizás sorprendente que algunos silicon barons estén apostando por el candidato más propenso a renovarles un cheque en blanco. E incluso a nombrarles miembros de su gobierno.»

Kamala Harris está atada de pies y manos a la voluntad de los fondos de inversión, porque los accionistas de referencia de todas (de todas todas) las empresas que cita Celada son precisamente los fondos de inversión. No veo cómo podría luchar contra su monopolio, del cual depende la salvación de EEUU y de su propio partido («demócratas por el genocidio»). La justificación de la ceguera respecto a los «progresistas» se encuentra en el neofascismo de Trump. Si será elegido, se pasará de la sartén al fuego; pero no hay que olvidar que, ya con la elección de Biden, pasamos en su momento de la sartén al fuego de la guerra y el genocidio. Nos habían asegurado que la violencia nazi era un paréntesis, pero los demócratas nos han recordado que el genocidio es, en cambio, una de las herramientas con que el capitalismo actúa desde su nacimiento. La democracia estadounidense se basa en el genocidio y la esclavitud. El racismo, la segregación y el apartheid son su otra componente estructural. La complicidad con Israel marca profundamente la historia de la «más política» de las democracias, en palabras de Hannah Arendt.

Los pequeños monopolistas como Musk se han activado porque el gran monopolio no les deja respirar, pero están completamente subordinados a su lógica. En realidad, se trata de un enfrentamiento interno del capital financiero estadounidense: a los pequeños monopolistas les gusta imaginar que son los «espíritus animales» del capitalismo, embridados, según ellos, por la alianza entre demócratas y grandes fondos de inversión. Mientras tanto, agitan un fascismo futurista (tampoco aquí nada nuevo, si pensamos en el fascismo histórico, donde el futurismo de la velocidad, la guerra y las máquinas se armonizaba tranquilamente con la violencia antiproletaria y antibolchevique), un transhumanismo y un delirio aún más oligárquico y racista que el de las finanzas y los fondos de inversión. En el fondo, estos pequeños monopolistas están de acuerdo con los grandes respecto a la cuestión dirimente: la propiedad privada, esto es, el alfa y el omega de la estrategia del capital.

Su programa común consister en financiarizarlo todo, lo cual significa privatizarlo todo. Los problemas nacen a la hora de cómo repartirse el enorme pastel. Para entender los límites del análisis progresista, hemos de profundizar rápidamente en el funcionamiento de la financiarización monopolista llevada a cabo por los fondos de inversión después de 2008. La crisis de las hipotecas subprime era sectorial y la especulación se concentraba en el sector inmobiliario. Ahora, en cambio, las finanzas son mucho más invasivas. De Obama a Biden, las administraciones demócratas han acompañado la infiltración de fondos en toda la sociedad: no hay ámbito de la vida que hoy día no esté financiarizado.

Financiarización de la reproducción: se habla mucho de la centralidad de la reproducción en los movimientos, pero con un retraso abismal respecto a la acción de los fondos de inversión, cuya precondición es la destruccion del Estado del bienestar. Los demócratas han abandonado cualquier tipo de veleidad sobre un nuevo Estado del bienestar y lo apuestan todo a la privatización de hasta el último de los servicios sociales. Lo han teorizado abiertamente: la democratización de las finanzas debe tener como resultado la financiarización de la clase media. Los fondos, a los que los demócratas han dado todo tipo de facilidades, garantizarían una inversión financiera segura, de forma que los estadounidenses que compraran los títulos producidos por los fondos deberían tener garantizada aquellas rentas y servicios que el trabajo ya no les asegura (para quienes puedan permitírselo, porque los pobres, las mujeres solteras y la gran mayoría de trabajadores quedan excluídos. Según una reciente encuesta, el 44% de las familias estadounidenses no son capaces de enfrentar un gasto imprevisto de mil dólares).

Para Kamala Harris la clase media llega hasta rentas de 400.000 dólares al año. Un dato significativo para entender la composición social que los demócratas tienen como referencia. El trabajo y los trabajadores han desaparecido por completo del horizonte de los demócratas, igual que de la «izquierda» en general. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, replicado por las finanzas y ya fracasado en 2008, vuelve a proponerse hoy como solución a la «cuestión social». Lo repetimos: se trata de un proceso de financiarización del Estado del bienestar, porque los títulos y las pólizas deben sustituir a los servicios suministrados por el Estado. Podemos citar también el caso italiano: frente a la no inversión del Estado en territorios convulsionados por la crisis climática, el ministro de la Proteccion Civil ha vuelto a lanzar la idea de obligar a asegurarse contra inundaciones. Matteo Salvini, actual ministro de Fomento, ha intervenido diciendo que «el Estado puede dar indicaciones, pero no vivimos en un Estado ético donde el Estado impone, prohíbe u obliga», al mismo tiempo que proponía una nueva ley para obligar a los trabajadores por cuenta ajena a invertir parte de su TFR* en fondos de pensión, para obtener, al final de su carrera profesional, una pensión complementaria. Lo dice, obviamente, sin entender qué relación generaría esa ley con los fondos estadounidenses (ingenuidad o estupidez), ya que, en realidad, el 70% acabaría en EEUU transformado en dólares.

*TFR, trattamento di fine rapporto, literalmente «trattamiento de final de relación», porción de la retribución que el trabajador o trabajadora por cuenta ajena recibe en Italia al cese de su relación laboral, ya sea por despido o extinción del contrato de trabajo (N. del T.).

La financiarización transforma las empresas en agentes financieros. Y atañe también a las empresas que producen beneficios económicos reales, que despiden personal y cuyos enormes dividendos no se reinvierten, sino que son en gran parte distribuidos entre los accionistas, o bien utilizados para adquirir sus propias acciones, de forma que crezca su valor y aumente así su capitalización (que, llegados a ese punto, no tiene relación alguna con lo que la empresa produce o vende realmente). Todo ello va en paralelo a la financiarización de los precios: no es el mercado (relación entre oferta y demanda de bienes) quien establece los precios, sino las apuestas de operadores (a través de derivados financieros) sin ninguna relación ni con la produccion, ni con el comercio real. Los precios los definen empresas financiarizadas que controlan el sector energético, el alimentario, las materias primas, las farmacéuticas, etc., partiendo de una posición de monopolio u oligopolio absoluto (los principales accionistas de estas empresas son siempre los grandes fondos de inversión). La inflación que ha estallado recientemente es resultado de la especulación con los precios, y no depende en modo alguno de los aumentos salariales o el gasto social. El conjunto de esas financiarizaciones que consagran la «vida» (aun resultando este término ambiguo) hace que exploten las diferencias de renta y, sobre todo, de patrimonio, de las que son víctimas los trabajadores y toda la población que no pueda permitirse comprar títulos.

El fracaso de la governanza neoliberal y la guerra
La consolidación del monopolio marca el final del neoliberalismo y la ideología de mercado, por lo que merece alguna que otra observación. Hablamos de ideología a propósito de la competencia, porque el proceso de verticalización económica sigue adelante imperturbable por lo menos desde finales del siglo XIX. Más aún, ha explotado precisamente durante el neoliberalismo, tal y como ya hemos intentado explicar previamente.

Los fondos de inversión, como hemos dicho, funcionan a favor de la centralidad del poder estadounidense más que cualquier otra institución. Y los fondos necesitan las políticas fiscales del gobierno (no tasar las finanzas y debilitar el trabajo), los ordenamientos y las facilidades generosamente otorgadas por Obama (presidente negro, pero en perfecta continuidad con el blanco que lo precedió y aquel que lo sucedió) y, de manera aún más decidida, por Biden. Emerge aquí un problema teórico y político: las finanzas, que deberían representar la modalidad más abstracta de valor y la forma cosmopolita perfectamente acabada del capitalismo se encuentran, en Occidente, dirigidas y gestionadas por dispositivos que llevan la bandera de las barras y las estrellas. Los fondos estadounidenses actúan en colaboración con las administraciones estadounidenses, persiguiendo sus intereses en detrimento del resto del mundo. La moneda se encuentra en esa misma situación. No existe una moneda supranacional, la moneda es siempre nacional porque está estrechamente ligada, sobre todo el dólar, a las políticas decididas por el Estado que la emite, en un contexto delimitado territorialmente. Se puede afirmar que la moneda y las finanzas representan la tendencia a salir de los límites territoriales de los Estados y de su imposibilidad. La relación entre EEUU y los fondos de inversión organiza una acción global favorable únicamente a pocos estadounidenses y a sus oligarquías.

La segunda observación tiene que ver con la lectura del neoliberalismo, que se sigue considerando como operativo, cuando, en realidad, está muerto: asesinado por los fascismos, las guerras y el genocidio. Ese mismo final lo sufrió su ilustre predecesor, el liberalismo, que debía evitar los pequeños inconvenientes que había causado (las dos guerras mundiales y el nazismo) y que, en cambio, ha acabado reproduciendo necesariamente. Mucho de este análisis se debe a la teoría de la biopolítica de Michel Foucault, que ha ejercido una influencia funesta en el pensamiento crítico. Foucault lee el neoliberalismo como una teoría de la empresa, y su subjetivización como un devenir «empresarios de sí mismos». Nunca nombra, ni siquiera de pasada, el crédito, la moneda y las finanzas sobre las que se ha construido la estrategia capitalista desde finales de los años sesenta. La herramienta principal de la contrarrevolución es el «gran endeudamiento del Estado, las familias y las empresas», como diría Paul Sweezy, y no la producción. La empresa es una ideología y una idea ordoliberal que pertenece al Occidente industrial, a los años treinta y a la posguerra: un mundo definitivamente muerto. El ordoliberalismo ve en la economía aquello que causa la muerte del «soberano» cuando las finanzas construyen un inmane monopolio (el soberano económico). Pero en el contexto del capitalismo industrial esto no es posible, ya que este, para constituirse y reproducirse, necesita al «soberano» político (el Estado). La economía no ha cortado la cabeza del soberano, simplemente la ha desdoblado, haciendo de la centralización del poder del capital y del Estado una estrategia enormemente exitosa.

En pocas palabras, Foucault se confundió de época, igual que sus pupilos, que han reproducido los desaciertos del maestro, sobre todo Dardot y Laval. El mercado nunca ha funcionado como creía Foucault y como creían los ordoliberales, esto es, basándose en la competencia. Al contrario, su verdad está representada por el funcionamiento de las finanzas, que establece los precios a partir de un monopolio especulativo, y que no tiene nada que ver con la oferta y la demanda de bienes reales (recientemente, el precio de la energía ha aumentado en un mil por cien, sin ninguna relación con su disponibilidad real, y lo mismo ha ocurrido con los cereales, etc.). La subjetivización no la representa el empresario, sino la ilusoria transformación de los individuos (no de todos, como ya hemos dicho) en agentes financieros. Para las finanzas, la «población» y el mundo en general están formados por acreedores, deudores e inversores de títulos, acciones y obligaciones. La financiarización de la clase media, producto del acuerdo entre demócratas y fondos de inversión, es la última quimera destinada a desaparecer en la nada del próximo desplome económico.

Hoy, el proceso que la biopolítica ni siquiera ha llegado a entrever, ha alcanzado su culmen. El crecimiento en Occidente es solo financiero (mientras que es real en el sur global). Su producción (el dinero que produce dinero, como el «pero que produce peras», decía Marx) es una ficción, una fabricación de papel mojado que, no obstante, produce efectos reales. Los fondos hacen que suban los precios de los títulos de las empresas de las que son accionistas, con el fin de cobrar los dividendos y distribuirlos entre los inversores. No se trata de nueva riqueza, sino de apropiación pura y dura, captura y rapiña de un valor que ya existe y que simplemente es transferido desde el resto del mundo hacia EEUU — desde un punto de vista de clase, se podría decir desde el trabajo hacia el capital especulativo. Si ese «robo» de la riqueza perpetrado en el resto del mundo se detiene, el sistema al completo colapsa.

El auténtico nombre de este proceso es «rentas». Su circuito está garantizado y asegurado por la dolarización y es por ello que EEUU nunca podrá aceptar un mundo multipolar. Está obligado necesariamente al unilateralismo, a saquear a sus aliados, porque el sur global ya no quiere funcionar como colonia (papel completamente asumido por Europa, Japón y Australia). Las oligarquías que sostienen a Occidente son fruto de la financiarización y funcionan exactamente igual que la aristocracia del Antiguo Régimen. Hoy día, por tanto, resulta necesaria una nueva noche del 4 de agosto de 1789 en que se abolieron los privilegios de la aristocracia feudal.

Estados Unidos se encuentra en un callejón sin salida: está obligado a subir los tipos de interés para atraer a los capitales del mundo entero y evitar así que el sistema financiero se derrumbe, pero ese mismo aumento de los tipos estrangula a la economía estadounidense. Cuando los bajan, como ocurre ahora por motivos electorales (durante la campaña electoral los demócratas han sido efectivamente acusados de «ahogar la economía»), los únicos que sacan provecho son los especuladores que hacen apuestas sobre su evolución (en primer lugar, los fondos de inversión). Igual que la gran liquidez puesta a disposición por la economía de los bancos centrales nunca ha calado hasta la producción real, deteniéndose en el sector financiero, tampoco esta bajada de los tipos tendrá ningún tipo de influencia sobre la economía real, activando simplemente la especulación. EEUU es incapaz de salir del círculo vicioso de las rentas, por lo que la guerra es la única solución, ya desde 2008, cuando estaba claro que la economía estadounidense se basaba en la producción y distribución de rentas financieras.

De ahí la voluntad de buscar y ampliar la guerra, de seguir financiando y legitimando el genocidio, de facilitar que por doquier los nuevos fascismos alcancen el poder. El futuro próximo parece ser este, como confirma un documento (Commission on the National Defense Strategy) producido el pasado julio por parte del congreso estadounidense, en el cual se afirma, sin medias tintas, que EEUU debe prepararse para la «gran guerra» contra el sur global, en cuyo centro se encuentran Rusia y China. En los próximos años, habrán de movilizarse todos los sectores de la sociedad, siguiendo el modelo de aquello que se hizo antes y durante la Segunda Guerra Mundial, con el fin de evitar la amenaza a su existencia misma, que no era tan real desde 1945.

No obstante, el primer objetivo es transformar la industria (que a estas alturas ya no existe) en industria de guerra: «La comisión considera que la base industrial en Defensa de Estados Unidos (DIB) no es capaz de satisfacer las exigencias de equipamiento, tecnología y municiones del país y sus aliados y socios. Un conflicto prolongado, en varios escenarios a la vez, requeriría de una capacidad mucho mayor de producción, mantenimiento y aprovisionamiento de armas y municiones. Para hacer frente a esa carencia, serán necesarias mayores inversiones, una mayor capacidad de producción y de desarrollo conjuntas y en relación con los aliados, así como una mayor flexibilidad de los sistemas de adquisición. Resulta necesaria la colaboración con una base industrial que no incluya únicamente a los grandes productores tradicionales de la defensa, sino también a nuevos operadores, así como una amplia gama de empresas involucradas en la producción subnivel, la ciberseguridad y los servicios de apoyo».

El Estado y las administraciones deben coordinarse hacia aquello que el documento define como «disuasión integrada». Una atención especial ha de dedicarse a la fuerza de trabajo, para recualificarla en función de la economía de guerra, después de haberla desmantelado a través de la financiarización, igual que ha ocurrido, como efecto, con la industrialización. Los distintos departamentos de la administración deben coordinarse en vista de la guerra: «Entre ellos, el Departamento de Estado y la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID), los departamentos económicos (incluidos el Tesoro, Comercio y la Small Business Administration), y aquellos que apoyan el desarrollo de una porción importante de la fuerza de trabajo estadounidense para hacerla más fuerte y preparada, como el departamento de Trabajo y Educación. Exactamente igual que ocurrió durante la Guerra Fría, dichos departamentos y agencias deben tener un enfoque estratégico respecto a la competencia, especialmente con China».

En línea con los preceptos de las rentas y la oligarquía, las grandes inversiones necesarias deberán ser privadas, de forma que miles de millones de dólares inunden los monopolios. Se habla claramente de una «llamada a las armas», transversal a demócratas y republicanos, que eduque a una opinión pública inconsciente del peligro mortal que corre, y que la prepare para soportar los costes de una guerra mundial (se cita entre otras cosas el enorme porcentaje de PIB invertido en armas durante la Guerra Fría). «La opinión pública estadounidense es, en gran parte, ignorante de los peligros que corre Estados Unidos y de los costes (financieros y de otro tipo) necesarios para prepararse adecuadamente. No se da cuenta de la fuerza de China y sus socios, ni de los efectos en la vida cotidiana en caso de que estallara un conflicto. No prevé interrupciones de la energía eléctrica, el suministro de agua o el acceso a todos los bienes que da por sentados. No ha interiorizado los costes de que Estados Unidos pierda la posición de superpotencia mundial. Resulta urgente una “llamada a las armas” transversal, de forma que Estados Unidos pueda llevar a cabo profundos cambios y significativas inversiones, en lugar de esperar al próximo Pearl Harbour o al próximo 11-S. El apoyo y la determinación de la opinión pública resultan indispensables»[4].

Ernst Jünger habría dicho que EEUU está preparando la «movilización total». No obstante, tienen un pequeño problema, porque la economía y la riqueza que han impuesto es para unos pocos, mientras que son los más quienes se han empobrecido, quienes han sido marginados, precarizados y culpabilizados como responsables de su propia condición. Ahora, desde arriba parecen darse cuenta de que necesitan a muchas personas, que resulta necesaria una fuerza de trabajo «fuerte y preparada» para defender la nación y el espíritu nacional… Para defender la economía y la propiedad de unos pocos. Con un país dividido como nunca antes, no podemos más que desearles buena suerte a las oligarquías que promuevan la movilización total para una guerra que pretenden combatir contra tres cuartos de la humanidad y que, sin duda, perderán, igual que están perdiendo en Oriente Medio y en Europa oriental. Es solo cuestión de tiempo.