Francisco González dejó la presidencia del BBVA el último día de 2018. Salpicado por las revelaciones sobre el espionaje a políticos y empresarios encargado por el banco al comisario Villarejo, decidió embolsarse una pensión de 80 millones de euros y pasar a segundo plano como presidente de honor de la entidad. «Hasta donde sé, se han hecho las cosas como hay que hacerlas», afirmó entonces el banquero para tratar de desvincularse de las escuchas ilegales. La trama, sin embargo, apenas había empezado a aflorar.
La trayectoria de Francisco González al frente de la segunda gran corporación financiera del país sirve como resumen de las dos décadas y media de expansión global del capitalismo español. Nombrado por Aznar presidente de Argentaria en 1996, González dirigió la privatización de esta entidad pública y pilotó la fusión con el Banco Bilbao Vizcaya tres años después. Tras desembarazarse de la cúpula proveniente del BBV mediante la denuncia de sus cuentas secretas en paraísos fiscales, asumió la jefatura única del banco en 2001 y lideró la internacionalización de sus negocios durante toda «la década dorada». Con el crash financiero, se empleó a fondo en la tarea de impulsar las sucesivas reformas laborales y reducir oficinas y plantillas con la excusa de la transformación digital del banco. En los últimos años de su mandato, el BBVA emprendió un plan de desinversiones y venta de activos en América Latina, EEUU y China, además de traspasar su amplia cartera inmobiliaria a fondos de inversión transnacionales como Blackstone y Cerberus.
En marzo de 2019, coincidiendo con su junta de accionistas, el BBVA anunció que González abandonaba también su cargo honorífico. La publicación de los detalles de las relaciones del presidente con los responsables de la seguridad del banco y su papel central en todo el entramado, que incluía no solo la defensa de los intereses empresariales sino también los de su propia persona, le dejaron en una posición insostenible. Meses después, la Audiencia Nacional imputó por delitos de cohecho, revelación de secretos y corrupción a ocho directivos del banco, entre ellos al exconsejero delegado, el jefe de seguridad y el presidente de la filial encargada de la Operación Chamartín. Lo que comenzó siendo el caso Villarejo, con la imputación de la entidad financiera como persona jurídica, se convirtió definitivamente en el caso BBVA. Al cierre de estas líneas, se prometen nuevos capítulos con más políticos, empresarios y multinacionales implicadas en la trama.
La historia del BBVA y de su expresidente es análoga, en líneas generales, a la del resto de las grandes multinacionales españolas. La caída en desgracia del banquero deja al descubierto las disputas actuales entre las élites político-empresariales, al tiempo que representa el declive de toda una época.
Madrid Nuevo Norte, fin de ciclo
La Operación Chamartín, rebautizada como Madrid Nuevo Norte, simboliza como ningún otro proyecto la evolución del capitalismo español en los últimos 25 años. A lo largo de las tres décadas que han pasado desde la firma del primer contrato, se han ido sucediendo una mezcla de situaciones que contienen todos los ingredientes típicos del «milagro español». Desde la expansión inicial vía privatizaciones hasta la renegociación de condiciones tras el crash global con el objetivo de blindar los negocios empresariales, pasando por el apoyo permanente de las altas instituciones del Estado y las omnipresentes «puertas giratorias», el megaproyecto del BBVA reúne alrededor de la nueva city financiera madrileña los elementos esenciales del ciclo expansivo del capitalismo español. Del mismo modo que la investigación judicial sobre las prácticas del banco revela el modus operandi habitual de las grandes corporaciones, la resolución de su macroproyecto inmobiliario-financiero en la capital del Estado marca los límites de la «nueva política» de cara a acometer transformaciones estructurales desde las instituciones públicas.
La historia de esta operación es larga. En 1993, José Borrell era ministro de Fomento en el gobierno presidido por Felipe González, Argentaria era un holding bancario perteneciente al Estado y los terrenos aledaños a la estación de Chamartín, el lugar idóneo para hacer fortuna con la expansión inmobiliario-financiera. Lo que entonces se llamaba Ministerio de Obras Públicas cedió a Argentaria los terrenos que Renfe tenía al norte de la ciudad para llevar a cabo la ampliación de la estación de tren. El objetivo inicial de esta concesión a la filial inmobiliaria del banco público consistía en el desarrollo urbanístico del recinto ferroviario. En 1994 se firmó el primer contrato; la operación disponía de una superficie que era algo menos de la mitad que la que hoy comprende.
En 1997, ya con el Partido Popular en el gobierno y con Francisco González al frente de Argentaria, se aprobó la primera de las cinco renovaciones que sufrió el acuerdo. Con Rafael Arias Salgado como ministro del ramo en el gobierno de Aznar, empezó el carrusel de modificaciones de la concesión en favor de la sociedad propietaria de los derechos sobre los terrenos. En los sucesivos cambios del contrato se fue ampliando la superficie edificable, a la vez que se iban mejorando cada vez más los medios de financiación y las posibilidades de obtención de beneficios por parte del consorcio empresarial. Con los gobiernos del PP, el total de la superficie edificable llegó a ser el triple de la original.
A medida que pasaron los años, se fueron incluyendo también diversas modificaciones en las condiciones económicas. Mientras la empresa iba acumulando metros cuadrados, el Estado iba reduciendo su capacidad de generar ingresos con la operación. En el contrato inicial figuraba un canon fijo y otro variable por los derechos sobre los terrenos. La retribución variable desapareció en la modificación contractual de 2009. Con José Blanco como ministro de Fomento en el gobierno de Zapatero, se incluyó un único pago fijo por la venta del terreno, a cobrar en un periodo de cinco años. En plena crisis financiera, el Estado renunciaba a la obtención de mayores ingresos en favor de la sociedad propietaria.
En la renovación firmada en 2015, con Ana Pastor al frente del ministerio en el gobierno de Rajoy, se otorgaron todavía más facilidades a Distrito Castellana Norte —título que desde entonces tiene la empresa concesionaria, propiedad del BBVA (75 %) y la constructora San José (25 %)—; sobre todo, la posibilidad de pagar su parte al Estado en un plazo de 20 años. A la vez el Estado pasó a actuar como prestamista a bajo interés para un gran banco, el precio final de los terrenos se fijó en un valor correspondiente a la mitad del precio de mercado en la zona. Con esta revisión contractual, al día siguiente de que se aprobase definitivamente la operación, antes de que se pusiera un solo ladrillo, el BBVA podría vender los terrenos y obtener grandes plusvalías a costa de unos terrenos que deberían ser de uso público. De hecho, en la fecha de publicación de este libro, el banco buscaba compradores con el fin de materializar esta opción, en sintonía con la estrategia actual de ventas de activos de las multinacionales españolas para sostener financieramente sus beneficios.
Durante todo este tiempo, los principales protagonistas de esta historia han dado varias vueltas a las puertas giratorias que conectan el gobierno español con las principales transnacionales del país. Borrell pasó del Ministerio de Fomento a la presidencia del Parlamento Europeo y de ahí al consejo de administración de Abengoa; a finales de 2018, cuando era ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno de Pedro Sánchez, Borrell fue sancionado por la CNMV por haber aprovechado información privilegiada para deshacerse de títulos de esa compañía un día antes de que entrara en suspensión de pagos y se desplomara su valor en bolsa. Arias Salgado pasó del mismo Ministerio de Fomento a presidir la filial española de Carrefour, cargo que sigue desempeñando en la actualidad; también es presidente de World Duty Free, la antigua Aldeasa privatizada por Aznar en 1997. Francisco Álvarez Cascos, otro de los ministros del ramo implicados en esta trama, aparece como uno de los nombres destacados en los pagos registrados por el extesorero del PP, Luis Bárcenas, con los que las grandes constructoras financiaban al partido a cambio de la concesión de obras públicas.
El ejemplo de la Operación Chamartín sirve también para ilustrar las limitaciones de la «nueva política». El proyecto no hubiera podido hacerse efectivo sin el impulso del Ayuntamiento de Madrid, que a través de la planificación urbanística tenía la última palabra para dar luz verde a la operación. No obstante, el equipo de gobierno de Manuela Carmena firmó y avaló la última modificación contractual. Más allá de resignarse a la realpolitik y a la justificación de sus actuaciones sobre la base de los contratos heredados de las administraciones precedentes, tanto la alcaldesa como su delegado de Urbanismo apoyaron decididamente la operación con el argumento de que sería muy positiva para los habitantes de la ciudad. «Los que quieran un mundo sin empresas no pueden gobernar Madrid», afirmó Carmena a comienzos de 2019 en un claro gesto de desdén hacia los movimientos que le reclamaban la paralización del proyecto.
El equipo de Carmena hacía suya así la doctrina económica oficial dominante en las cuatro últimas décadas, abrazando el discurso de la mejora del «clima inversor» y de la «confianza empresarial» como puntales para la atracción de capitales extranjeros y creación de riqueza y empleo. La Marca Madrid se articulaba en torno a la idea de promocionar la capital como un lugar con múltiples facilidades para los negocios privados, centro de eventos y congresos, destino del turismo de lujo y de compras, puntero en la industria cultural y hub financiero de referencia. Esto último, de la mano de la nueva city enmarcada en la Operación Chamartín.
Conflicto y ruptura
Las constructoras FCC, Sacyr y OHL, como quedó registrado en «los papeles de Bárcenas», han donado importantes sumas de dinero al Partido Popular a cambio de la concesión de contratos de obras públicas. Telefónica ha operado como una gran agencia de colocación de la clase político-empresarial, fichando sucesivamente a Iñaki Urdangarin, Eduardo Zaplana, Rodrigo Rato y Trinidad Jiménez. El consejero delegado del Grupo Villar Mir y amigo personal de los reyes de España, Javier López Madrid, ha sido condenado en el caso de las tarjetas black de Caja Madrid y está siendo investigado por el pago de sobornos al expresidente madrileño Ignacio González. El comisario Villarejo, figura clave de «las cloacas del Estado», fue contratado durante muchos años por el BBVA, Iberdrola, Repsol, La Caixa y el Banco Santander para realizar tareas de espionaje. Las continuas filtraciones sobre escándalos de corrupción relacionados con los buques insignia del capitalismo español que han ido saliendo a la luz últimamente son la expresión de cómo las élites políticoeconómicas se han lanzado a competir ferozmente por los dividendos de un modelo que muestra síntomas claros de agotamiento.
La especialización económica española, en el marco de la división internacional del trabajo, se sigue sosteniendo sobre dos ejes principales: el turismo y el sector inmobiliario-financiero. Se trata de una economía desindustrializada que gravita sobre el sector servicios, dependiente del crédito y de los mecanismos financieros para poder mantener la rueda del consumo, empleo y crecimiento. Una estructura económica con una matriz productiva poco diversificada y focalizada en sectores de escaso valor añadido; sectores poco dinámicos, vinculados a la actividad exterior y a factores externos sujetos a cuestiones geopolíticas. Una realidad económico-financiera que, al final, se sustenta sobre los mismos pilares que estuvieron en el foco del estallido global hace una década. Y que, por tanto, es muy vulnerable a las turbulencias que se divisan en el horizonte.
El proceso de expansión de las grandes corporaciones españolas, en todo caso, ya parece haber tocado a su fin. Las dificultades estructurales del spanish model para generar un aumento sostenido de los beneficios empresariales en los próximos tiempos, unidas a las limitaciones sistémicas que hacen imposible otro ciclo largo de crecimiento y acumulación a nivel global, auguran un contexto complicado a medio plazo para las élites que dominan el capitalismo español. En ese marco se juegan las posibilidades reales de las organizaciones y movimientos sociales que apuestan por la transformación de las relaciones de poder.
La renuncia a continuar con la lucha político-administrativa contra las imposiciones del poder financiero, no digamos ya a la posibilidad de desobedecer sus dictados, terminó por resolver el escenario institucional de los “ayuntamientos del cambio” a favor de las posturas proclives al «realismo». Apoyar la economía social y solidaria, dedicar recursos al fomento de nuevas formas de gestión de la alimentación, la movilidad, la energía y los cuidados, sin duda, son iniciativas que hay que saludar. Como lo es incluir cláusulas sociales y ambientales en las licitaciones públicas, para poder penalizar a las grandes empresas que más contaminan y discriminan a sus trabajadores y trabajadoras. Pero el carácter rupturista y el potencial transformador de estas experiencias, finalmente, quedó sepultado bajo una estrategia de ciudad-marca destinada a atraer a los capitales transnacionales. El «urbanismo de consenso», avalado por los grandes empresarios y por todos los grupos políticos del Ayuntamiento de Madrid, tuvo su máxima expresión en la aprobación unánime de Madrid Nuevo Norte en el primer pleno municipal convocado tras las elecciones.
Atrás quedaron las ideas de impulsar la auditoría de la deuda, la remunicipalización de los servicios de agua y limpieza, la reversión de las grandes operaciones al servicio del capital financiero, la puesta en práctica de modelos de ciudad que no tuvieran como ejes la atracción del turismo y la inversión internacional. Estas propuestas, al fin y al cabo, pasan por la ruptura con los discursos y las prácticas de las empresas transnacionales. En la «nueva política», con contadas excepciones, esta pelea siquiera llegó a plantearse.
Casos como los del BBVA, Bankia, el Canal de Isabel II o las grandes constructoras demuestran cómo funciona el entramado de corruptelas, fraudes y delitos económicos que han sido y son la práctica habitual del capitalismo español. Pero los propietarios de los fondos de inversión y los grandes empresarios no van a renunciar a sus privilegios así como así. Tampoco parece que una gestión institucional que se reclame de «orden y responsabilidad» vaya a servir de mucho en el objetivo de avanzar de manera efectiva en una transformación estructural de las relaciones de poder.
La radicalidad implica propuestas firmes, tajantes, dirigidas al núcleo de la explotación capitalista, y por lo tanto una continua confrontación democrática. Esto supone a su vez emprender un largo y difícil camino, sin aceptar concesiones en los temas fundamentales. Si es difícil fiar todo el trabajo político y de transformación radical a los movimientos sociales y a los espacios de contrapoder, tanto o más es delegar en un Estado crecientemente autoritario y sometido a la lógica del poder corporativo. Uno de los grandes desafíos reside en fortalecer los procesos de autoorganización desde la base, por fuera del Estado, sin renunciar a disputarle ciertos espacios. Se trata así de construir experiencias, compartir vidas, afectos y espacios desde los que tejer alternativas a la tela de araña del neofascismo global.
La satisfacción de las necesidades básicas de las personas y comunidades es imprescindible, pero su irreversibilidad únicamente puede garantizarse con fuertes transformaciones de carácter anticapitalista, ecologista y feminista. En medio del proceso de restauración en marcha, clausurado el ciclo 15M y al borde del previsible estallido de una tormenta financiera, las posibilidades de los movimientos sociales emancipadores se juegan en un terreno difícil.