En estos tiempos de frentismo y de polarización, en los que los grises no tienen cabida, reconforta leer a Almudena Hernando y, de su mano, entender mejor los cambios que se están produciendo en un mundo en el que la lógica patriarcal, lejos de desaparecer, se afianza y se reinventa. Ya en su imprescindible La fantasía de la individualidad, la autora nos aclaró que esa lógica está relacionada con la distinción entre la "individualidad dependiente", territorio privilegiado y exclusivo durante siglos de los hombres, y la "identidad relacional", que es la que ha marcado el ser de las mujeres en cuanto sostenedoras de los vínculos y los cuidados.
En aquel libro, la arqueóloga parecía prever un futuro optimista, en el que la progresiva emancipación de la mujer, y suponemos que la paralela transformación nuestra, nos llevaría a un mundo de equivalentes, de seres autónomos pero relacionales, liberados de explotaciones y servidumbres. En su reciente La corriente de la historia (y la contradicción de lo que somos), su perspectiva no es tan optimista. Su análisis de lo que denomina Poshistoria, una fase en la que el tecnocapitalismo determina nuestra construcción como sujetos, revela que las dinámicas patriarcales están más vivas que nunca y que la progresiva incorporación de las mujeres a la ciudadanía no ha supuesto un cambio en las reglas del juego. Al contrario, vivimos una realidad en la que se expanden las subjetividades egoístas, ensimismadas, individualistas y centradas en las exigencias de aceleración y productividad que demanda el mercado. Todo ello al tiempo que las prácticas, habilidades y capacidades que sostienen la vida continúan "feminizadas", o lo que es lo mismo, devaluadas social, económica y simbólicamente. En lugar de ellas, son las dinámicas narcisistas y extractivistas las que más determinan nuestra identidad en este mundo de pantallas donde es tan complicado superar el ego para abrazar al otro. En este sentido es en el que pienso que la masculinidad, entendida como una suerte de megaestructura, de cultura que nos atraviesa a todos y a todas, no debería ser ni reformada ni desarmada, sino más bien abolida, en cuanto que nos condiciona a mujeres y a hombres bajo la perversa fantasía de omnipotencia que alimenta. Un mandato que nos da muchas claves de por qué la progresiva individualización de las mujeres no ha contribuido a que tengamos sociedades más igualitarias y justas.
Acierta también Hernando al analizar la multiplicación de identidades y sexualidades, las cuales no deberían verse como una amenaza para el feminismo, ya que el verdadero peligro para éste reside en la ocultación de "la trascendencia de las dinámicas relacionales y la desvalorización personal, social y económica de quienes las encarnan". Se agradece, en estos tiempos de tanto dogma que alimenta iras, la aportación de una mirada tan constructiva, la cual nos revela cómo ha cambiado la ontología en este mundo de confusión de lo real y lo virtual.
En la nueva ontología de la Poshistoria, la persona se construye, nos dice Hernando, a través de tres instrumentos: el sexo biológico, la identidad de género y la expresión de género. En este contexto son inevitables las dificultades de diálogo entre quienes parten de la ontología de la Historia, para la que la identidad de género "hace alusión a un contenido transformable de la conciencia a través del ajuste a estereotipos sociales", y quienes, en la Poshistoria, la identifican con "un contenido fijo percibido individualmente por cada persona, que se siente hombre o mujer, diferenciado de sentirse «masculina» o «femenina»". Entre una y otra, "siempre queda un reducto de diferencia profunda, de alteridad radical, que es imposible captar en el <<otro>>". Y aunque Hernando no duda en la necesidad de reconocer el mismo estatus social a las distintas formas de ser persona que se están generalizando, también nos advierte de la necesidad de mantener el valor crítico del concepto "género". Porque solo desde esa dimensión será posible luchar para que las categorías "masculinidad" y "feminidad" dejen de tener sentido.
En conclusión, el gran reto sería construir un proyecto social en el que logremos equilibrar los valores asociados a la individualidad y a la identidad relacional. En el que lo común, los vínculos, la comunidad de afectos, en fin, lo que realmente sostiene la vida, adquieran valor social y político, al tiempo que los incorporamos como aprendizaje en nuestros procesos de subjetivación. Se trata de un proyecto ético que exige praxis y compromisos, razón y emoción, menos teorías elaboradas desde la azotea del privilegio y más conversación democrática. Un objetivo que nos exigiría, de entrada, ser conscientes de nuestra responsabilidad en mantener unas lógicas que contribuyen a generar cada vez más desigualdad, al fin convencidas y convencidos de que son los rasgos asociados a la identidad relacional (cuidado, empatía, solidaridad, ternura, vínculos) los que nos otorgan seguridad y algo parecido a la felicidad.