Hacia una economía de la cultura: una pequeña especulación
(Galde 15 – verano/2016). Jaron Rowan. En el año 2012, cuando el mundo estaba inmerso en una crisis económica de la que aún no hemos salido del todo, el antropólogo y activista David Graeber publicaba un libro que bajo el título “En deuda: Una historia alternativa de la economía” ponía en crisis algunos de los preceptos básicos de la denominada ciencia económica. El más notable, que pese a que la ortodoxia nos enseña que la moneda surge de las primeras comunidades que se dedicaban al intercambio no tenemos ninguna prueba de que esto sea así.
“The only function of economic forecasting is to make astrology look respectable”. John Kenneth Galbraith
“Existing economics is a theoretical system which floats in the air and which bears little relation to what happens in the real world”. Ronald Coase
El mito originario del dinero nos cuenta que en los primeros espacios de intercambio, oferta y demanda no siempre coincidían: quien tenía patatas no siempre necesitaba coles. Por esto los proto-mercaderes se vieron obligados a inventar un elemento ajeno al intercambio que simbolizaba una medida de valor abstracta, el dinero. Graeber, generoso en ejemplos y casos de estudio demuestra que la historia del dinero se fundamenta en un relato del que no tenemos prueba alguna. No contamos con ningún caso demostrado de que el dinero surgiera para compensar un desfase del mercado, pero sí tenemos pruebas fehacientes de su aparición como un mecanismo que define otro tipo de relación económica: la deuda. Una deuda es una categoría abstracta que se tiene que poder cuantificar, el dinero cumple precisamente esa función. La economía contemporánea no nace de la abundancia, de un mercado repleto de bienes, sino de la ausencia, de la imposibilidad de pagar de forma inmediata por un bien. Este detalle, que podría pasar por anecdótico dentro de un libro de más de quinientas páginas le sirve al autor para demostrar que el cuerpo de conocimiento que llamamos “ciencias económicas”, tiene más de construcción cultural que de sistema riguroso de principios falsables.
Aun así, la economía se nos presenta como un conjunto de saberes técnicos que, aplicados de la forma correcta, conducen de forma inmediata al crecimiento de la productividad, o a la generación de riqueza. En su libro “KnowingCapitalism”, el geógrafo NigelThrift exploraba los circuitos culturales de la economía y analizaba cómo se legitiman determinadas historias e ideas, cómo se producen los consensos o cómo ciertas universidades contribuyen a crear economistas con perfiles muy específicos. Siguiendo una estela de diferentes objetos, universidades, libros de autoayuda económica, artículos académicos, prensa, gurús y coachers, cursos de máster, etc., Thrift logra dibujar el proceso por el que se va perfilando un tipo de cultura económica muy específica, que es validado y aceptado como si se tratara de un conjunto de verdades técnicas. Estas diferentes culturas económicas producen ciertos tipos de regulación, prácticas de gobierno, mecanismos financieros, jergas específicas y como no, subjetividades muy concretas. Lo que parece a primera vista un cuerpo robusto de saberes, se convierte, si lo ponemos bajo una lupa crítica, en una serie de categorías morales, principios ideológicos y modelos de gobierno. La economía es menos económica de lo que podría parecernos a simple vista.
En lo que Raymond Williams acuñó “el cambio más importante en la historia de la producción cultural”, la cultura pasó de considerarse un derecho a percibirse como un recurso. Bajo la guisa de las industrias culturales o creativas, se ha ido diseñando un cuerpo de instituciones, programas y productos financieros destinados a transformar las prácticas culturales en un mercado y un sistema de producción muy específico. De esta manera, como nos recuerda en su libro “Culture” el crítico cultural británico Terry Eagleton, “la cultura en su mayor parte pasó de ser un espacio de crítica de la manufactura contemporánea a ser un sector altamente lucrativo inscrito en ese mismo sistema”. Se creó una nueva área de conocimiento, con sus propios mecanismos de validación. Lamentablemente, en este proceso lo importante dejó de ser el tipo de cultura que se producía, puesto que estaba al servicio de la generación de plusvalías. Así, al igual que en otras áreas, se diseñaron los parámetros, objetivos, mecanismos y jergas específicas que acompañarían a esta economización de la cultura. Aparecieron los emprendedores culturales, las incubadoras, las capitales culturales, las clases creativas, se introdujeron normativas y regímenes de propiedad intelectual, se sustituyeron subvenciones por créditos y, en general, se empezó a concebir la cultura como un espacio económico y no como un contexto de crítica, de experimentación, de conocimiento o como un espacio meramente cultural.
Las consecuencias de este proceso son de sobra conocidas y por ello no ahondaremos en ellas aquí. Precariedad generalizada para trabajadores y trabajadoras culturales. Un sistema vertical de producción en la que grandes grupos extraen rentas del trabajo e ideas generadas por agentes y comunidades culturales desposeídas. Polarización entre amateurs y profesionales. Calendarios laborales marcados por la temporalidad y la intermitencia. Reaparición de formas de discriminación erradicadas en otros ámbitos laborales. Surgimiento de sujetos-marca y la obligación de poner la vida a producir. Vidas marcadas por los calendarios y la lógica del proyecto. Y, en general, un panorama definido por la desigualdad y por la presencia de microempresas o trabajadores autónomos que se ven obligados a competir entre ellos para extraer rentas de unos saberes e ideas que habitualmente han sido producidos en común. Una economía sin cuidados que es incapaz de valorar las tramas de interdependencia y colaboración que definen la creación cultural. Incapaz de entender prácticas de base comunitaria o formas de producción colectiva.
Por ello, llegados a este punto, y si nos tomamos en serio que la economía tiene más de proceso cultural que de modelo científico, no creo que sea inoportuno especular sobre cómo sería una economía de la cultura que no esté pensada y diseñada por economistas sino que responda a las dinámicas y formas de operar de los agentes culturales. Una economía de la cultura entendida como un objeto cultural. Una economía de la cultura capaz de imaginar formas laborales que respondan a los procesos vivos que definen la creación. Una economía de la cultura que respete los tiempos y las necesidades de la cultura y no del mercado. Una economía de la cultura capaz de entender todas las esferas de valor en las que opera la cultura. Una economía de la cultura que entienda la importancia de la experimentación y de la crítica. Una economía de la cultura en la que las palabras, sonidos, colores y otros elementos básicos pertenezcan al común y, debido a ello, no puedan ser privatizados. Una economía de la cultura capaz de responder a cadenas de valor no lineales y participadas por consumidores, productores, remezcladores, colaboradores, entusiastas y espontáneos. Una economía de la cultura basada en una concepción de la cultura como un común abundante y no como un bien escaso. En definitiva, pensar la economía de la cultura como un artefacto cultural que puede ser diseñado desde abajo por las personas que se dedican a producir cultura.
Imaginar esta posible economía de la cultura nos llevaría a tener que repensar las instituciones, sistemas de evaluación y los mecanismos de promoción de la cultura. Nos obligaría a reflexionar sobre el futuro del trabajo cultural y a rediseñar nuestros sistemas de expectativas y de deseo. Nos plantearía la necesidad de considerar a las “comunidades de afectados” de la cultura, es decir, aquellas comunidades de sujetos que padecen o conviven con actuaciones que se hacen en nombre de la cultura pero que nunca han tenido voz o participado en su toma de decisiones. Se tendría que reevaluar qué son los sectores culturales y la importancia que van a tener en un contexto de implosión de modelos de producción y acceso a la cultura. Se tendrá que pensar cómo y qué se enseña como economía de la cultura una vez la barrera entre profesionales y amateurs quede desdibujada. Se tendría que diseñar una economía de la cultura en la que los expertos son agentes culturales y no profesionales de la economía. Una economía de la cultura que entienda la riqueza como un bien colectivo y no como un recurso privado. En definitiva, si algo saben hacer las comunidades culturales es imaginar, producir, compartir, remezclar y difundir cultura. Si la economía es un objeto cultural, puede que llegue la hora de dejar de relacionarnos con ella como un conjunto de saberes técnicos que tenemos que aplicar y la abordemos como un espacio de crítica y creación. Los modelos que se nos han presentado hasta el momento encajaban mal con las prácticas y por lo general no han dado los frutos ni rendimientos monetarios que prometían. Parece que ha llegado el momento para diseñar la economía, la economía de la cultura, de la cultura común.
Jaron Rowan. Investigador, profesor y agitador cultural. Miembro de YProductions y Free Culture Forum.