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n los recónditos villorrios de los Apalaches todo va muy despacio, las montañas parecen detener el tiempo. No se recaudan suficientes impuestos y a nadie le importa un carajo que haya un oso muerto pudriéndose en el aparcamiento del supermercado. Las chimeneas de las fábricas resplandecen por la noche, derramando sus vertidos nocivos al final de antiguos caminos madereros. Detrás de cada cima se oculta algún arroyo asfixiado o envenenado, y el paisaje luce horrendas cicatrices geológicas. Heridas dejadas por la minería a cielo abierto que también ostentan los cuerpos castigados de sus habitantes. Los turistas no lo ven, pero los guardabosques saben muy bien lo que esconde la espesura: asesinatos, perros famélicos y niños despeñados, más tristeza de la que nadie pueda llegar a concebir.