Para envío
-Oye, ven, ven. Que te quiero hacer. un jueguecito.
-Huy. Ah, sí? Voy.
-Ven aquí, anda.
-¿De qué va? ¿Qué hago?
-Mira, tú siéntate y cierra los ojos, ¿vale? Yo haré un
sonido con una cosa y tú has de escucharlo
decir qué es.
-Perfecto, sencillo.
-Exacto, va, cierra los ojos, que voy.
Y cuando ya tenía los ojos cerrados lanzó con cuidado,
cerca de su oreja, un enorme manojo de llaves brillantes
hacia arriba, para volver a atraparlo con la misma mano
unos segundos después.
Habría entre quince y veinte llaves. Y, no lo creeréis,
pero el tiempo que aquello flotó por los aires hizo ruido
de magia. O, al menos, el ruido que hace la magia en las
películas, como un tintineo suave, constante e irregular.
Ya verás.
Es un sonido muy bonito. Pero más bonito es pensar cómo
se produce: mediante cientos y cientos de minicolisiones
de diferentes objetos, diferentes metales con diferentes
formas, algunos huecos y alargados, otros macizos y
chatos, rebotando todos con todos, suspendidos en el aire
yendo en la misma dirección. Como pájaros en bandada
volando borrachos. Si existiera un instrumento musical
que funcionara bajo esa lógica
tendría que ser un instrumento con un diseño bien loco.
Uno que pareciera una carrera de caballos metálicos.
-Hazlo otra vez.
Y los metales volvieron a galopar.


