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Tanto en el trabajo como en la escuela, en la familia, en la terapia o en la peluquería, en el bar o en la discoteca, en el gimnasio o en la cama, en todas las esferas de la vida se ha impuesto el dictado del aumento del rendimiento. Por todas partes se optimiza, se compara y se evalúa para funcionar mejor y para sacar el máximo provecho. Pero las diferentes zonas de la optimización de sí mismo no se dejan compaginar ni con las mejores app. Los buenos padres y madres solo pueden ser hipsters cool hasta cierto punto, y las exigencias de la vida nocturna se convierten en un riesgo para el trabajo. En cualquier momento se pueden agarrotar los procesos optimizados, los modernos actores fracasan y aparece un terrible cansancio.
La sociedad del rendimiento ha puesto en el centro esta búsqueda constante del provecho, del beneficio. Para ello, da un papel protagonista a las diferentes técnicas de racionalización y de mejora, y extiende las lógicas del neoliberalismo a cada vez más campos de la vida. Como si la vida en su conjunto supliera al trabajo como objeto a exprimir, a explotar, y tuviéramos que azotar nuestras propias espaldas con el látigo del patrón, ahora nuestro.