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Desde la crisis de 2008, el neoliberalismo, para sostener sus modos de explotación, para contener la implosión social en cada territorio, ha necesitado de una alianza cada vez más férrea con el fascismo y con formas varias de fundamentalismo religioso. Con ello ha pretendido reordenar la re-producción social en términos capitalistas, recolocar un mandato de género en crisis y retrazar las líneas entre lo humano y lo categorizado como menos-que-humano (feminizado, racializado, naturalizado).
Frente a esta nueva ofensiva neoliberal, el feminismo transnacional ha aparecido como un actor inesperado. Ha reabierto lo que parecía clausurarse y lo ha hecho de nuevo con esa mezcla de radicalidad y masividad,
de fuerza internacionalista y operatividad local, de conectividad y arraigo. Lo que se juega hoy en las disputas por los sentidos del feminismo no es la división de un movimiento que por otro lado siempre fue múltiple y poliédrico. Se juega la capacidad de incidir en el punto de sutura entre neoliberalismo y fascismo. Se juega la potencia feminista misma, en su desbordamiento.