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La nueva Gran Depresión ha puesto fin a una de las mayores etapas de prosperidad de la historia económica española. Durante más de una década, entre finales de 1994 y principios de 2008, la economía española creció a un ritmo continuo y sostenido, generalmente más alto que el de la mayor parte de sus socios europeos. La elevada tasa de creación de empleo, permitió incorporar el mayor contingente de fuerza de trabajo de toda su historia: siete millones de trabajadores, la mitad migrantes procedentes del Sur global. El motor de la euforia pareció residir en la llamada «economía del ladrillo». La fuerte expansión del sector de la construcción se tradujo, en efecto, en la producción de más de cuatro millones de viviendas, al tiempo que el país se convertía, por mor de la fuerte inversión pública, en el primer Estado de la Unión Europea por kilómetros de autovía, y luego por kilómetros de ferrocarril de alta velocidad. De todos modos, el dato más significativo de estos años, no estaba en la fuerte tasa de inversión inmobiliaria, sino en el espectacular incremento del valor del patrimonio de las familias que creció en más de tres veces, en sólo diez, años gracias a la continua alza de los precios de la vivienda. Mientras duró, fueron pocos los que se atrevieron ya no a criticar, sino incluso a querer conocer abiertamente, estos mecanismos. La manta de asfalto sobre los últimos espacios abiertos de la costa mediterránea, la amenaza sobre un creciente número de ecosistemas, el irreversible agotamiento de los ciclos hídricos de las regiones más deficitarias y el fuerte aumento de los consumos de materiales, especialmente energía, no pasaron inadvertidos, pero fueron infravalorados como un «coste menor» de un modelo de crecimiento que proveía riqueza a espuertas, tanto a los agentes empresariales y a las arcas públicas como a importantes franjas sociales. Mucho menos señalada fue la aparente paradoja de cómo se podía crecer a ese ritmo con un modelo laboral caracterizado por una creciente precarización y segregación ?al que se añadía el apartheid legal de los migrantes de los países del Sur? y por un estancamiento a largo plazo de los salarios reales de al menos ¡el 60 % de la población! Indudablemente, esto fue posible porque el rápido crecimiento del crédito y la evolución de la burbuja patrimonial permitieron un significativo incremento del consumo doméstico que, otra vez, fue mayor que el de los países europeos. Es aquí, y no tanto en una conspiración política, donde se debe encontrar el sello de consenso del modelo de desarrollo. La riqueza había parecido beneficiar a prácticamente todos, porque prácticamente todos habían tenido acceso a la propiedad del bien que estaba sirviendo de base a la burbuja especulativa: la vivienda. Nadie podía pensar entonces que, en poco más de un año, la antigua riqueza se convirtiera en quiebras empresariales, endeudamiento, paro y la amenaza de una implosión social de efectos imprevisibles. En efecto, como si de un análisis clínico se tratara, la crisis ha desvelado la debilidad de las bases de este modelo. Por debajo del potente resplandor de la riqueza financiera late una situación mayoritaria de desposesión, desigualdad y precariedad. Lo más inquietante de la actual coyuntura no se encuentra, por lo tanto, en la mayor o menor prontitud de una recuperación que probablemente insistirá en las fórmulas financieras o inmobiliarias de los años pasados, sino en el estallido de una crisis social que sólo ahora empezamos a vislumbrar. Es en esta encrucijada en la que las luchas en torno a la distribución de la riqueza social se vuelven decisivas y en la que el debate sobre lo que siempre subyace a toda discusión económica se hace más urgente que nunca.